Homenaje a Rodolfo Ortega Peña, el diputado revolucionario


A continuación, un extracto de La ley y las armas, la biografía escrita por Felipe Celesia y Pablo Waisberg que recorre la vida del abogado desde su nacimiento hasta su muerte prematura acribillado por la Triple A, a metros del Obelisco.

Introducción

“Aunque uno de los personajes era calvo y el otro melenudo, se integraban mutuamente por sus edades indefinibles, por sus ropas idénticas y por un cinismo natural que no carecía de gracia. ‘Parecen –observé– dos mellizos engendrados en la propia matriz de la desvergüenza’.”
Leopoldo Marechal, Megafón o la guerra


–¿Qué pasa, flaca?
Fueron las últimas palabras del diputado Rodolfo Ortega Peña. Helena Villagra, su compañera, no pudo responder. Una bala le había lastimado el labio superior y su boca se llenaba de sangre. Habían bajado de un taxi estacionado en doble fila sobre la calle Carlos Pellegrini, pocos metros después de cruzar Arenales, en pleno centro. Era una noche templada para ese invierno porteño.
El grupo armado que perpetró el ataque cumplió con el doble propósito de eliminar a un adversario y anunciar sin ambigüedades que los tiempos habían cambiado.
Los asesinos acertaron 13 veces en ese hombre sin mucho control de su entorno, que temía cruzar la calle porque no veía bien. Trece balas habían lacerado mortalmente el cuerpo de ese provocador de lengua filosa, de ese hijo de la burguesía porteña que había sido criado para asesorar multinacionales pero que se había convertido en defensor de presos políticos.
Cuatro balas pegaron en la base del cráneo, otras cuatro se le incrustaron en el cuello, el resto se repartió en axila, dedos, tórax, antebrazo. Una de ellas le había rozado el revés de la mano derecha. Tal vez buscaba la pistola automática que llevaba bajo el brazo y no llegó a empuñar.
Helena Villagra intentó detener su caída, sin éxito. No pudo evitar que el cuerpo robusto de casi 100 kilos, siempre acalorado, golpeara secamente contra un Citroën estacionado. En el lugar quedaron 25 vainas servidas. 
En aquellos días se podía morir de formas horribles en la Argentina, pero "ejecutar" a un diputado nacional en el corazón de Buenos Aires corría el límite de la confrontación política. Varios factores habían confluido esa noche para que Ortega Peña fuese asesinado. Era el 31 de julio de 1974, minutos después de las diez. A comienzos de ese mes, una multitud había llorado la muerte del presidente Juan Domingo Perón. La Triple A estaba desbocada. 
Esa noche de luna llena, la Alianza Anticomunista Argentina empezaba a cobrar un cheque en blanco. La banda de policías retirados y matones a sueldo, adiestrados en el terrorismo urbano por los sicarios profesionales de la Organización Armada Secreta de Argelia (OAS), había salido de cacería mayor. Sus víctimas ya no eran solamente los militantes de base y los delegados de fábrica. Iban por todo y por todos. No estaban solos, un sector del gobierno nacional los apoyaba.
El Ministerio de Bienestar Social, dirigido por el ex cabo de la Policía Federal José López Rega, los había cobijado como a hijos dilectos. Fraternales amistades y comunidad de intereses los unían a las fuerzas de seguridad. Los jefes de las Fuerzas Armadas los dejaban actuar como parte de su estrategia golpista. 
El asesinato de un diputado nacional marcó un cambio de dimensión en la lucha política y un incremento en la violencia que había comenzado a crecer ya con Perón en el poder. Así lo entendió la conducción de la organización Montoneros, que poco después anunció su pase a la clandestinidad.
"La muerte no duele" era la sentencia que repetía el "Pelado" Ortega Peña cada vez que alguien le pedía que se cuidara. Lo decía serio, casi solemne, para después soltar su particular carcajada. Estaba convencido de que la exposición pública y la lucha política junto a sus compañeros eran ese chaleco antibalas que siempre rehusó usar.
Ortega Peña y su inseparable amigo, el abogado Eduardo Luis Duhalde, habían sido advertidos, pero el Pelado ignoró el anuncio. La posibilidad de un atentado era parte de sus vidas cotidianas. Varias veces les habían volado las oficinas. Otras tantas los habían amenazado. Por eso no tomaron demasiado en cuenta el aviso del ministro de Justicia, Antonio Benítez, sobre un "Plan de Eliminación del Enemigo" que el lopezreguismo presentó a Perón y a otros funcionarios nacionales ese otoño de 1974. La Triple A ya había asesinado al sacerdote Carlos Mugica, pero no se había adjudicado el atentado. Benítez les habló con evidente preocupación. Ortega Peña y Duhalde integraban la lista de ese plan del que hablaron López Rega y el flamante jefe de la Policía Federal, Alberto Villar. Perón había visto sus figuras proyectadas en una pantalla y guardó silencio. 
"Tienen luz verde", pensó Duhalde no sin cierto estremecimiento. Se preocupó más que su amigo, le insistió para que tomara medidas de seguridad, le dijo que no se expusiera tanto. Pero el Pelado no hizo más que lo acostumbrado: no tomar taxis cuando iba con sus dos hijos, utilizar distintos caminos para ir de su departamento al Congreso o a la redacción de la revista que dirigían, no salir sin su arma. Sólo eso. Nunca aceptó la custodia que le ofrecieron distintas organizaciones políticas y que varias veces le recomendó Duhalde.
Ortega Peña prefería concentrarse en su trabajo intelectual o político más que en diagramas de seguridad o contención. "La muerte no duele", insistía y enseguida pasaba al comentario de la actualidad o la preparación de su revista. Primero fue Militancia peronista para la liberación, clausurada por orden del gobierno en marzo de 1974, y luego De Frente, que retomaba el nombre de la vieja publicación de John William Cooke. Tenían una gran influencia sobre la militancia. Sus posturas críticas eran un dolor de cabeza, tanto para el gobierno como para las distintas organizaciones políticas.
Progresivamente se habían distanciado del tercer mandato de Perón. Una brecha cada vez más profunda se había abierto tras el "Perón vuelve", que ellos habían alentado. Su participación en el charter para acompañar al General en su regreso a la Argentina, en noviembre de 1972, parecía ya parte de una historia ajena. 
Se opusieron tenazmente a la designación de José Ber Gelbard como ministro de Economía y a gran parte de los miembros del Gabinete. Tampoco aceptaron la "teoría del cerco" con la que muchos intentaron explicar el curso que tomaba la tercera presidencia de Perón, que –según denunciaron los dos amigos– era una traición al pueblo argentino y un abandono del programa que había votado. "Yo creo que el peronismo debe aportar hacia la patria socialista desde el peronismo. Hay un camino de transición que debe recorrerse rápidamente. Pero el programa del Frejuli ha sido abandonado. Acá, ahora, gana (Alejandro) Lanusse o el peronismo", afirmaba Ortega Peña en marzo de 1974, en declaraciones publicadas por la revista Así. La mención al ex presidente Lanusse apuntaba a denunciar al gobierno como "continuista" de la anterior dictadura militar. Hacía sólo unos días que Ortega Peña había asumido como legislador nacional y ya daba muestras del papel que adoptaría en el Congreso.
"Yo no lo necesito, lo necesita el país", le había dicho Perón el 29 de enero de 1974 al comisario Alberto Villar. Ese día lo había nombrado subjefe de la Policía Federal. En mayo, lo ascendió a jefe de la fuerza. Villar conocía a Perón desde los años '50 porque había formado parte de su custodia. 
Para la militancia, la notoriedad del comisario Villar venía desde agosto de 1972, cuando al frente del Cuerpo de Infantería irrumpió con una tanqueta, perros, gases lacrimógenos y balas de goma en la sede del Partido Justicialista, en Avenida La Plata. Allí estaban velando a tres de los fusilados de la Base Naval Almirante Zar de Trelew. Casi dos años después, en el entierro de Ortega, habría una reedición, corregida y aumentada.
El cuerpo de Ortega Peña fue llevado a la Comisaría 15ª, a dos cuadras del lugar del atentado. Hasta esa seccional se movilizaron sus amigos Eduardo Luis Duhalde, el abogado y poeta Vicente Zito Lema y el ex diputado Diego Muñiz Barreto. Allí se produjo un duro cruce con el comisario Villar, porque entró a la seccional sonriendo y bromeando con su plana mayor. La cosa no llegó a mayores en ese momento, por la interposición de Ferdinando Pedrini, presidente del bloque de diputados del Frejuli. Fue una noche muy larga.
Pedrini había concurrido para ofrecer el Salón Azul del Congreso para velar al diputado asesinado. Pero sus amigos no aceptaron despedir en ese ámbito al Pelado, que al jurar como legislador había reiterado la consigna "la sangre derramada no será negociada". Duhalde entendió que el gobierno tenía responsabilidad en el asesinato y prefirió buscar otro sitio. Debía ser un sindicato. No en vano había sido, como él, abogado laboral y habían defendido a más de 2000 trabajadores de los más variados gremios peronistas: desde la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) de Augusto Vandor hasta la Federación Gráfica Bonaerense de Raimundo Ongaro. 
Fue en la sede de los gráficos, en Paseo Colón casi Independencia, donde se armó la capilla ardiente. Obreros, estudiantes universitarios y militantes de las más variadas fuerzas políticas se reunieron para despedir a Ortega Peña. Había jefes de las organizaciones armadas, dirigentes del MIR chileno y de los Tupamaros uruguayos. 
En una habitación de la Federación Gráfica, a pocos metros del féretro, Duhalde se sentó frente a la máquina para escribir el discurso de despedida. La ausencia de Rodolfo era palpable. Golpeaba las teclas pero no sentía los pasos del Pelado a sus espaldas. Estaba solo. Nadie cruzaba la habitación a zancadas, se encontraba con la pared y recorría el camino inverso dictando frases, pensando en voz alta. Duhalde intentaba encontrar las palabras justas que sintetizaran y expresaran la intensidad de esa vida que acababan de apagar.
A la mañana siguiente, una movilización multisectorial acompañó el cuerpo hasta el cementerio de la Chacarita. Incluía desde líderes de organizaciones armadas hasta estudiantes secundarios que habían luchado intensamente para escuchar rock en las clases de música o para que las chicas pudieran usar pantalones. El arco ideológico abarcaba desde el ERP y las FAL hasta juveniles dirigentes radicales como Leopoldo Moreau y Marcelo Stubrin, entre otros muchos lineamientos. Eran años en los que la política se hacía en el barrio, en la escuela, en las universidades, en las fábricas y también en el Congreso y en la Casa de Gobierno. La composición social que acompañó los restos del Ortega Peña era una expresión propia de la época.
La columna arrancó por Paseo Colón rumbo a la Casa Rosada. Estaba encabezada por la bandera que había presidido el improvisado salón velatorio: "La sangre derramada no será negociada." El cajón iba custodiado por sus amigos más cercanos. Durante todo el camino, los militantes mentaron a las madres de Isabel, López Rega, Villar y Casildo Herrera, titular de la CGT.
La Policía Federal montó un operativo de proporciones y desplegó una cantidad desusada de efectivos. Incluyó tanquetas y personal del Cuerpo de Caballería. Hubo intentos por apoderarse del cajón y dispersar el cortejo. Uno de ellos se produjo a metros de la Casa de Gobierno. La multitud se cerró sobre el coche fúnebre y un legislador se atrincheró en el auto. Los policías se dispusieron a reprimir, pero se contuvieron. Muchos manifestantes creyeron ver que, desde el despacho presidencial, Isabel Perón y López Rega observaban la escena.
Después de atravesar el centro, los militantes subieron a subtes, micros y autos, rumbo a la Chacarita. En el camino, la policía iba deteniendo a los vehículos que cerraban la caravana. Al llegar eran muchos menos. El gobierno no quería que el entierro fuera un acto político, pero eso era imposible. Los manifestantes forcejearon, pecharon y entraron cantando. La represión se desató sin límite. Una multitud escapaba a los garrotazos y los gases, mientras policías en moto disparaban escopetazos con balas de goma. Sobre las tumbas, la tierra copiaba las huellas de los neumáticos.
El gobierno no tardó mucho en intervenir la Federación Gráfica. Durante la semana siguiente al entierro, los nombres de los 380 detenidos aparecieron en las listas amenazantes que la Alianza Anticomunista Argentina pegaba en las paredes de fábricas y facultades. Pocos días después comenzaron a multiplicarse los secuestros y fusilamientos en descampados. Ya no quedaban dudas sobre quiénes integraban la Triple A, ni sobre los intereses que estaban detrás.
El asesinato de Ortega Peña cerró una etapa. Le puso fin al período en el que Rodolfo consideró que había vivido "de regalo". Esas ráfagas de ametralladora completaron la tarea que había quedado inconclusa en octubre de 1965. En esa ocasión, Ortega Peña y Duhalde habían escapado a una inesperada encerrona.
Los dos amigos eran por entonces jóvenes abogados de la UOM. Una noche, cuando salían de un plenario gremial en la sede de la CGT conocieron de cerca lo que años después se convertiría en moneda corriente. Un auto con hombres armados intentó cortarles el paso. Un volantazo rápido hizo que el Regis en el que iban Ortega y Duhalde subiera a la vereda e improvisara un camino de escape. El conductor tensó los músculos de su pierna derecha, llevó el pedal casi hasta el fondo y el auto salió disparado. Era inevitable asociar el frustrado ataque con la publicación, el mes anterior, de su primer libro Felipe Vallese: proceso al sistema.
El secuestro, tortura y desaparición de Felipe Vallese, delegado metalúrgico y militante de la primera Juventud Peronista, se habían producido en agosto de 1962. La persecución a obreros y dirigentes gremiales insumisos no era una novedad, como tampoco lo eran el secuestro, el uso de la picana eléctrica o los fusilamientos sumarísimos. Algunas de estas prácticas se remontaban al menos a la Semana Trágica de 1919 y a la "década infame". Pero en el "caso Vallese" se anunciaba la metodología de la desaparición forzada de personas, que a partir de los '70 se generalizaría. La participación de las Policía Bonaerense y Federal en este caso, se combinaba con otros elementos del "sistema". Como había ocurrido en el pasado y se repetiría en el futuro, las fuerzas de seguridad no actuaron en soledad. Necesitaron de la colaboración, o al menos de la mirada cómplice, de muchos.  «


Celesia y Waisberg, los autores
Felipe Celesia nació en Buenos Aires en 1973. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional de Mar del Plata y en la Universidad de Buenos Aires. Inició su carrera periodística en el diario La Capital de Mar del Plata, luego se de-sempeñó en La Prensa y en las agencias noticias Argentinas y Télam, también colaboró con los diarios El País (Madrid), Perfil y Miradas al Sur, y en las revistas Caras y Caretas y Debate. 
Como periodista, cubrió los tres poderes de la Nación. Actualmente es acreditado en la sala de periodistas de Casa de Gobierno. En 1996 ganó el Premio Municipal de Literatura de Mar del Plata con un ensayo y, en 1999, obtuvo el tercer premio del Concurso Nacional de Ensayos José Hernández, organizado por el Senado de la Nación. 
Pablo Waisberg es licenciado en Periodismo y fue docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Colaboró en las revistas Newsweek, Popoli (Milán, Italia), Veintitrés, Debate, Caras y Careas y Sudestada.
Fue redactor, acreditado ante el Congreso de la Nación y editor de la sección Política de la agencia Noticias Argentinas, y trabajó en la sección Economía de la agencia Télam. Fue corresponsal de la publicación quincenal Latinamerica Press/Noticias Aliadas (Lima, Perú). Es subeditor de la sección Economía del diario Buenos Aires Económico y colaboró en El País (Madrid) Miradas al Sur y Tiempo Argentino.
La biografía Firmenich. La historia jamás contada del jefe Montonero fue el segundo libro que publicaron a dúo, en 2010 por el sello Aguilar, del Grupo Santillana.
Actualmente, los autores están trabajando en la historia política del Movimiento Todos por la Patria (MTP), que en 1989 asaltó el Regimiento de Infantería Mecanizada de La Tablada, en la provincia de Buenos Aires.
 Tiempo Argentino

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