Era 1984, transcurría mis primeros veranos en
la casona de Yrigoyen al 700 casi esquina Jorge Newbery, allí viví un par de años antes de irme a
vivir a Córdoba con mi familia. A pocos metros de ella había un bar y la calle
era de tierra, con su típica cuneta, su cordón de ladrillos vistos y los
árboles resistiendo al tiempo.
Siempre después de la siesta solía escaparme
con mi bicicleta a dar la vuelta de la manzana, entonces al doblar sin que me
vieran mis viejos bajaba de la vereda y andaba por la calle porque de esa
manera me sentía mayor. Agarraba Newbery, doblaba por Dorrego y al llegar a 9
de julio me subía a la vereda nuevamente para llegar a mi casa sin que papá o
mamá supieran que había traicionado su confianza. Previo a concluir, no faltaba
nunca el reto o el insulto del viejito
Perrone, un camionero que vivía a pocos metros de nosotros y que me decía que
la vereda no era un lugar para andar en bicicleta. Otras veces me iba a jugar
de Mauro o Martín, dos amiguitos del jardín, a los cuales hacemos la misma
rutina de jugar hasta el día de hoy. A pesar que Martín está en Cerdeña y
nosotros acá, seguimos jugando como en aquellos tiempos con ese aparato que hoy
nos acerca y nos aleja como es el celular.
Mi pequeño lugar en el mundo era ese, cruzarme
a la verdulería del Chiche o ir al
negocio de Don Cartasegna. Y en ese mismo mundo solía aparecer un personaje
que, nobleza obliga, primero le tuve miedo y después sentí que era un bosquejo
de historieta hecho realidad. Estoy hablando del Loco Marcolini, como así lo conocí. Era un loco bueno, nunca
escuché que fuera agresivo, malo o irrespetuoso, salvo que lo molestaras. Sus
pantalones llegaban casi a su pecho, las medias arriba del mismo y unos zapatos
viejos eran su estilo. En pleno verano usaba un amplio sombrero parecido a los
que usaban los exploradores en los dibujitos animados, un par de camisas y una
campera finita. Ni hablar en el invierno, al menos tres camperas lo hacía un
robusto caminante. Su compañera era una bicicleta, si una bicicleta. Atrás
tenía dos cajas antiguas, anda a saber con qué cosas; a sus costados unos
sillones de reposera sacados de un basural, una ollita y a veces una pequeña
garrafita para cocinar. Nunca entendía porque había elegido vivir así. Mi papá
me decía que era peluquero, y en la escuela si algún corte era un poco anormal
la cargada era, «te cortó el pelo Marcolini…»
El tiempo pasó, y con él la vida nos empieza a
cargar de cosas, como era la bicicleta de Marcolini. Con los años, me volví de
Córdoba y nos fuimos a vivir a Brown al 1100. Era otro barrio, nuevos vecinos,
nuevos amigos y nuevos personajes. Y por esas cosas a Marcolini lo dejé de ver,
yo no andaba por su mundo y él seguía caminado junto a su bicicleta en ese mundo
donde lo conocí. Y así fue que un buen día, en mis primeros días del
profesorado me enteré que el Loco Marcolini se había ido de gira.
Pasaron 35 años, el otoño nos muestra la
pesadez de la humedad reinante en estas tierras. Se me ocurre investigar
quiénes fueron ahijados presidenciales en Cañada de Gómez. Allí descubro que la
familia Agu tuvo dos de sus miembros en ese padrinazgo, Lorenzo Roque lo fue de
Roque Saénz Peña e Hipólito José de Yrigoyen. Ninguno de ambos vino al pueblo,
fueron representados como era tradición por las autoridades locales o de la
región. Fue así que publiqué en mi blog una nota recordando aquel hecho
histórico en un lejano terruño del interior más profundo de Argentina como
somos nosotros.
Sorprendentemente me aparece un comentario de María
Luisa Macchione expresando que su tío Marcelo Marcolini había sido ahijado de
Marcelo Torcuato de Alvear, presidente entre los años 1922 y 1928. Y aquí nace
la segunda parte de esta historia, la de saber quién fue ese Marcelo y por esas
cosas que tiene mi trabajo, descubro que aquel personaje pintoresco de mi niñez
era este hombre que aparecía en mis crónica.
Marcelo Julio Marcolini nació en Cañada de
Gómez el 2 de julio de 1926 y por ser el séptimo hijo varón del matrimonio de
Constancia Bellini y Constantino Marcolini le recaía ser ahijado del presidente
argentino. Era un hogar de catorce hijos, siete varones y siete mujeres. Y
aquel buen augurio de ser ahijado presidencial no conocía que iniciaba una
larga vida signada por el calvario de un mundo en el que nunca se sintió
cómodo. La familia la integraban además
de sus padres, María, Luisa, Josefa, Elena, Antonia, Julia, Justina, Primo, Ángel,
Santos, Nazareno, Carlos y Humberto. Se llamaba Marcelo por Alvear y Julio por
el representante que envío el primer mandatario, el cuál suponemos que pudo
haber sido Julio Peña, autoridad política de rango en esos años.
María Luisa es hija de Elena, y sobre sus
recuerdos del tío nos expresó que «súper activo y las familias no eran como las
actuales, se escapa de la escuela no amaba los horarios pero tenía pasión por
la música. No se sentía útil en los trabajos rurales y se fue a vivir a Buenos
Aires donde trabajó en una fábrica, allí sufrió burlas pesadas, era un ambiente
muy complicado para un chico que venía del interior y fue así que puso una puso
una peluquería en el centro. Durante un viaje hacia el local se durmió y le
robaron los instrumentos. Eso no lo pudo superar a tal punto que se deprimió.
Entonces decide volver a su Cañada. Después tratado en Rosario por
especialista, lo internado y después se escapó. Sus hermanas lo ayudaban, pero él
era como un chico grande, caprichoso, que le gustaba comer pan con
chicharrones. Le temía a las tormentas y se refugiaba en la estación de
servicio, y eso venia de un tornado o algo parecido allá por el ´30 que les
arrancó el árbol del patio y el galpón de los autos, mi mamá también le temía, claro
con distinto modo de actuar. Para mí era un hermano grande e inocente que
jugaba conmigo. Si recuerdo que un día pintó
su sombrero y la bicicleta con el aluminio de las antenas de tv y nadie
consiguió cambiarle su atuendo»
Marcelo en su juventud |
Cansado y quizás porque su vida no era de este
mundo, partió de esta tierra invadida de locos un 8 de abril de 1996, en su
última morada nada indica que allí descansa ese personaje que varias
generaciones vieron deambular por esta Cañada de los Gómez con su bicicleta al
lado. Esa bicicleta que era su lugar en el mundo y quizás su defensa ante las
tantas discriminaciones en que la sociedad lo hundía. Quién alguna vez no lo vio
escondido en la Estación de los Fernández cuando el primer trueno anunciaba la
llegada de una tormenta. Quién no tuvo un abuelo o un papá que no se cortó el
pelo con él. Quién no recuerda sus raras prendas y aquel enorme sombrero.
Habrá sido Marcolini el que inspiró a Horacio
Ferrer a escribir La Bicicleta Blanca, aquel tango que le pusiera música Astor
Piazzola y que se hiciera conocida con la voz de Amelita Baltar. Y así fue que
al cerrar esta nota, prendí el tabaco de mi pipa, puse esa canción, cerré mis
ojos y enseguida llegó a mi mente aquel 1984, donde ese niño se asomaba para
ver ese hombre de la bicicleta y que tanto asombro le causaba…
«Lo viste. Seguro que vos también, alguna vez,
lo viste: te hablo de ese eterno ciclista solo, tan solo, que repecha las
calles por la noche. Usa las botamangas del pantalón bien metidas en las medias
y una boina calzada hasta las orejas, ¿te fijaste? Nadie sabe, no, de dónde
cuernos viene, jamás se le conoce a dónde diablos va. De todos modos, si lo
vieras pasar, miralo con mucho Amor: puede que sea, otra vez... El flaco que
tenía la bicicleta blanca; silbando una polkita cruzaba la ciudad. Sus ruedas,
daban pena: tan chicas y cuadradas ¡que el pobre se enredaba la barba en el
pedal!...
«Llevaba, de manubrio, los cuernos de una
cabra. Atrás, en un carrito, cargaba un pez y un pan. Jadeando a lo pichicho,
trepaba las barrancas, y él mismo se animaba, gritando al pedalear. "¡Dale,
Dios!... ¡Dale, Dios!... ¡Meté, flaquito corazón! Vos sabés que ganar no está
en llegar sino en seguir..."»
5 comentarios:
Hola soy de Armstrong solía estar en nuestra ciudad, en la esquina de mi casa Bolivia y Fischer (antes calle Mercedes) siempre cargado de cosas. Cuando voy en bici re cargada de cosas digo siempre: parezco el locp Marcolini. Marice Fiol - Armstrong
Cómo no recordarlo ,trabaje desde el año 1976 a el año 1980 en la estación de servicios Esso, que curiosamente tenía el dueño mismo apellido que el dueño de la YPF , y para diferenciar agregaron a su apellido paterno el materno así que eran los Fernández Soljan ,( uno profe del nacional Raúl Fernández Soljan ) y también allí Marcolini sabía ir a pedir aceite para lubricar la cadena de su bicicleta ..he charlado muchas veces con el ,parecía muy cuerdo en sus relatos ...siempre estaba bien afeitado y sus ojos celestes parecían atravesar cualquier humanidad ...el fue el inventor con un fondo de la lata del dulce de batata un artilugio que colocaba en el plato donde va la cadena para no ensuciaros pantalones ( después alguien lo copió y fue de plástico ) también cuando iba al campo colocaba alambres alrededor de su bicicleta para que los perros no lo muerdan .jajaja siempre dije que no era tan loco...y si le hacías un favor rápidamente te decía " te corto el pelo " recuerdo que manzanita Quecovich que vivía en esa estación 2 x 3 se cortaba el cabello con el..mis saludos y gracias por traer este recuerdo a mi memoria..atte Freddy
Hola Freddy, gracias por tus palabras y recuerdos... ¿Cómo es tu nombre??? Un abrazo!!!
Hola, yo tambien lo conoci, y haciamos las mismas bromas cuando alquien se cortaba mal el pelo, deciamos "me corto el loco marcolini". Loco porque siempre lo veia andando en su bici mal vestido cargado de porquerias, un poco me daba miedo cuando yo era chico (8-9 años). nunca hable con el pero lo recuerdo de mi infancia en cda.Saludos.Gustavo de calle balcarce al 500
Hola que lindo recordarlo, iba con su bici cargado de cosas, una de ellas para cortar el cabello, no molestaba a nadie, era comun verlo por la calle cerca de la estacion de servicio de ruta 9. Mi abuelo me solia contar que él decia como chiste que habría que techar la ruta 9.
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