“Carlos no quería morir, le quitaron la vida y la Iglesia fue cómplice”


Ricardo Capelli siempre supo quién había matado a Carlos Mugica. Vio al asesino a pocos metros de distancia, en la calle Zelada, esa tarde del 11 de mayo de 1974. A él también le habían dado cuatro tiros en el pecho. Los impactos, por azar, lo derribaron de manera tal que el subcomisario Rodolfo Eduardo Almirón Sena quedó en el centro del recorte de su mirada. Lo conocía: era el mismo al que solía ver por los pasillos del Ministerio de Desarrollo Social.



Capelli fue el gran amigo de Mugica. Se habían conocido de chiquilines, cuando Ricardo se coló en la fiesta de 15 de Marta, la hermana menor de Carlos. Y de a poco, según pasaron los años, se convirtieron en inseparables. Eso incluyó, en 1955, que participaran juntos de los festejos por la caída de Juan Domingo Perón (un error que no tardaron en reconocer). Que se hicieran, a su modo, peronistas. Que trabajaran a la par en la Villa 31. Y también que llegaran juntos al Hospital Salaberry, empapados de sangre, hace hoy 37 años.
Capelli tiene 74 años. Y se sentó ayer a conversar con Tiempo Argentino sobre “La Bestia”, como le decían al cura que nació en cuna aristocrática y formó parte del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. A ese que él llama, con sencillez, Carlos. A ese que muchos trataron de hacer ver como una víctima de la organización Montoneros.
–¿Qué pasó el 11 de mayo de 1974?
–Fue a las 19:40. Lo fui a buscar a la Iglesia de San Francisco Solano porque nos íbamos primero a Lanús y más tarde a un cumpleaños de una compañera nuestra en la villa. Carlos era famoso, a través de la televisión la gente lo conocía y lo paraban y le preguntaban cosas. Salí caminando hacia el auto y escuché de espaldas que lo llamaban: “Padre Carlos”. Era algo normal. Y al segundo escuché que Carlos decía: “Hijo de puta.” Y automáticamente una balacera atroz. Yo estaba a una casa y media, a pocos metros, en la misma vereda y sentí un golpe en mi pecho. Las balas me derribaron. Y caigo mirando hacia donde estaba Almirón. A Carlos lo mató Almirón.
–Ya lo conocían, ¿no es así?
–Claro. Porque cuando volvió Perón, él había dicho que quería que Carlos fuera ministro de Bienestar Social. Obviamente, López Rega no lo iba a dejar. Entonces lo nombró como asesor de villas en el ministerio. Carlos fue una vez y se reunió. Y después íbamos yo y una mujer, que luego desapareció. Yo atendía a la gente. Pero nunca se solucionó nada. No daban nada. Un día, Carlos declaró que “en el ministerio no pasaba naranja”. Ahí ya se estaba firmando el acta de defunción. Y yo lo veía a Almirón y a su suegro, nos saludábamos. No sé qué cargo tenía. Estaba en las oficinas de arriba. Era un capo. Yo creía que era parte de la guardia del brujo. No sabía de la existencia de la Triple A.
–¿Almirón se dio cuenta que usted lo vio?
–No, creo que no.
–Volvamos a ese momento. Ustedes quedan heridos, tirados en la vereda. ¿Qué ocurre después?
–Nos suben a los dos en un Citroën 2CV. Íbamos cinco. Te imaginás que con ese auto íbamos a poca velocidad. Yo gritaba de dolor, no podía más. Iba en el asiento del acompañante, sacando un pañuelo por la ventanilla para que nos dejen pasar. Carlos iba bañado en sangre, atrás, con la cabeza recostada sobre las piernas de una compañera. Se dijo muchas veces que él en ese momento declaró: “Ahora más que nunca junto al pueblo.” Después, dijeron que se lo había dicho en el hospital a una monja. Es mentira. No dijo nada. Lo único que dijo, y lo último que me dijo, cuando estábamos los dos en las camillas en la sala de entrada al hospital fue: “Ricardo, fuerza que salimos.” A las dos horas murió.
–¿Cuándo se enteró que Mugica había muerto?
–A mí me querían dejar morir, esa era la orden. Un amigo médico preguntó por mí en el Hospital Salabery y le dijeron que se quedara tranquilo, que mi herida cerraba sola. Pero yo tenía una bala que me había cortado una arteria. Gracias a él, me sacaron a las cuatro horas en una ambulancia trucha, sin que se dieran cuenta. Y me llevaron a que me operen en el Hospital Rawson. En dos días, me operaron 14 veces. Y sólo seis con anestesia. El resto de las veces me daban un pedazo de sábana para que muerda. Después de esas operaciones, a los dos días aparece en mi habitación Jorge Conti, el vocero de López Rega, un antiguo notero de Canal 11 que se hizo conocido con una nota de un ganador del Prode, que luego se casó con la hija del brujo. El me dijo: “Qué barbaridad, lo que le pasó a Carlitos”. Ahí me di cuenta que había muerto. Y Conti me agregó: “Yo venía de parte de don Pepe que me dijo que está a disposición para lo que vos quieras.” El Pepe, era López Rega. Yo era casi el único testigo. Mis amigos me dijeron que dijera que no había visto nada. Pedí que me sacaran de ahí. Me llevaron a mi casa. Lo que menos iban a pensar era que estaba en mi casa.
–¿Cuándo fue la primera vez que declaró que lo había matado Almirón?
–Empiezo a decirlo hace unos 12 años. Estuve amenazado. Me llamaban todos los días por la madrugada a mi casa para decirme que iba a morir. Así fue hasta el año 1983. Dejé mi laburo, era operador de la Bolsa. Unos días atrás, declaré ante el juez Norberto Oyarbide, que tiene la causa de la Triple A. Y recién reaparecí en la Villa 31 en 1999, el 11 de mayo. Almirón murió en 2009, pasó un año en la cárcel y estaba procesado por otros crímenes.
–¿Cómo le gustaría que recuerden a su amigo Carlos Mugica?
–Como un tipo que quería vivir. No es cierto eso de que estaba dispuesto a morir. El tipo que tiene un ideal quiere vivir para lograr sus objetivos, no quiere que lo maten. A Carlos le quitaron la vida y la Iglesia fue cómplice. Lo otro que digo es que Carlos era un ser normal. Le decían “La Bestia”. Era una bestia para jugar al fútbol, la patada más baja que te daba era en el cuello. Era tramposo cuando jugábamos al fútbol. Era fanático de Racing. Iba a la cancha. Él era un admirador de Cristo. Y estaba enfrentado a la Iglesia porque la Iglesia no cumple con la doctrina de Cristo. Un hombre que luchó por los pobres. Que siempre decía que había que dar de comer al hambriento, abrigar al que tiene frío, acompañar al que está solo. Un tipo solidario.

Tiempo Argentino

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