Pueblo Argentino es una pequeña localidad
fundada en 1866 a la vera de su nueva estación de trenes ubicada a casi 400 km
de la parisina Buenos Aires. En este pueblo que parece detenido en el
tiempo las calles de tierra, resbaladizas por la humedad persistente, se
enredan entre casas de adobe y techos de chapa, cubiertos con musgo y
enredaderas. La iglesia, con su torre antigua y campanario desentonando en la
quietud de la noche, domina la plaza central llamada San Martín, donde la gente
se congrega en las tardes para conversar y compartir algunos mates con sus
compañeros y amigos. Cerca de allí, la emblemática Vuelta al Perro, un rectángulo perfecto de calles donde no sólo se
utiliza para dar vueltas sino donde en sus veredas los perros descansan en la
sombra, simbolizando la calma de la vida local. Por las noches, los bares
nocturnos se iluminan cálidamente, y el aroma a madera vieja y vino tinto llena
el aire frío de invierno. La humedad en el ambiente hace que todo tenga un
aroma particular, una mezcla de tierra, nostalgia y la promesa de historias que
solo el tiempo y la buena compañía pueden contar.
Sus casi 10 mil habitantes provenían de diferentes partes del país y del mundo. Es que muchos cayeron en la trampa de una antigua publicidad de la empresa inglesa The land of dreams prometía que en «Pueblo Argentino, una tierra donde podrás hacerte la América, vivir, descansar, trabajar y soñar en paz»; cabe agregar que algunas de esas cosas se cumplieron, aunque no precisamente en forma favorable. Es nuevas oportunidades de sus vidas pronto se mezclaron con la política local, creando conflictos y rivalidades profundas que aún laten en las calles. Algunos, con pasiones ardientes e historias de sacrificio, se metieron en el juego político, luchando por poder, justicia y reconocimiento.
A pesar de las dificultades, los
inmigrantes y los criollos provenientes del interior profundo del país
encontraron formas de divertirse y mantener viva la alegría en sus corazones. Después
de largas jornadas de trabajo, suelen reunirse en bares nocturnos, que se
iluminan con faroles de aceite y madera vieja, los inmigrantes se congregan no
solo para compartir un mate o un vino, sino también para jugar al truco, un
juego de azar y estrategia adquirida desde sus tierras, que se convertía en un
torneo de amistad y competencia. Entre historias y cantos en sus idiomas
nativos, se sintió como si el mundo se detuviera un instante.
Pero también en las calles, los
más jóvenes inventan juegos con lo que encuentran, carreras con sacos, tire y
afloje con sogas viejas, y juegos de naipes que duraban toda la noche, en medio
del frío y la humedad que les cala hasta los huesos.
A pesar de los tiempos difíciles,
esos momentos de diversión, de juegos, de historias compartidas, mantiene vivo
el espíritu de un pueblo pequeño pero lleno de vida. Una comunidad que, entre
crisis y adversidades, se encontró en la risa y la amistad la fuerza para
seguir adelante.
Pueblo Argentino está dividido en
dos partes socialmente seleccionada. Algunos dicen que fue por azar, otros
dicen que los mismos ingleses al vender sus tierras aledañas al tren veían al
norte como más próspero y al sur complicado en su relieve para vivir.
En la zona norte se levantaron algunas de las construcciones más sólidas y elegantes de la comunidad. Aquí viven los comerciantes, empresarios y trabajadores de clase media, quienes disfrutan de los beneficios que brinda este país a principios del siglo XX.
Las calles son de tierra bien
compactada, y a los costados se alinean las casonas de ladrillo y madera, con
balcones de hierro forjado y puertas de madera tallada, que filtran historia y
orgullo local. Alrededor de la Plaza San Martín se encuentra también el café de
la esquina, un lugar de reunión donde los hombres de negocios y los trabajadores
se cruzan un diario para tomar un mate cocido o un café con leche,
intercambiando noticias y negocios.
Los comercios son variados,
pequeñas tiendas de ropa, almacenes generales, librerías con estantes de madera
y cristaleras que exhibían productos importados desde Buenos Aires y Europa, y
también talleres de reparación de maquinaria agrícola y de carruajes. Los
comerciantes visten con ropa sencilla pero elegante, con sombreros de ala ancha
y vestir de lino o tela gruesa, reflejando un cierto confort que venía de los
beneficios económicos del auge del ferrocarril y el mercado de exportación de
carne y cereales.
Entre los empresarios, algunos son
propietarios de pequeñas estancias, otros tienen sus propios negocios que les
permiten una vida cómoda y estable. Los trabajadores, en tanto, gozan de
jornadas moderadas, con beneficios como el acceso a educación, atención médica
básica y, en algunos casos, viviendas en la zona céntrica con jardines bien
cuidados y patios con árboles frondosos.
Cuando el clima cambia y en los
atardeceres primaverales, las familias pasean por las calles empedradas, y en
las veredas, los niños juegan y los viejos conversan nerviosos sobre las
novedades del pueblo. La sensación de prosperidad y crecimiento se respiran en
cada rincón, en un pueblo que empezaba a asentarse como un pequeño centro de
vida urbana, disfrutando de los beneficios de un tiempo de oro, cuando la
esperanza y el progreso parecen estar al alcance de todos.
En cambio, en la zona sur de este
pequeño pueblo, cruzada por un pequeño arroyo que apenas es más que un hilo de
agua en medio de la tierra, viven los más humildes. Son los peones rurales,
hombres y mujeres que habían llegado del norte de Argentina, buscando un
destino en estas tierras de la Pampa, atraídos por la promesa de trabajo y un
poco de esperanza.
Sus casas, construidas con adobe
y madera, están alineadas sin demasiados cuidados, con techos de chapa o paja y
cercas de barro y ramitas. La mayoría de ellos son empleados golondrinas,
viajando de una provincia a otra, siempre en busca de temporadas de trabajo. En
ese rincón humilde del pueblo, la vida gira en torno al trabajo de la tierra,
las tareas en los establos, el cuidado de los animales y de las pequeñas
cosechas que logran en sus parcelas improvisadas en las orillas del arroyo. El pequeño arroyo, que parece insignificante
para algunos, es un símbolo de refugio y esperanza. Allí los niños retozan en
las tardes, remojando los pies y lanzando piedritas, mientras los mayores se sientan
en sus orillas, rememorando sus pueblos de origen y soñando con días mejores. La
vida es dura, pero ellos nunca pierden la alegría ni la esperanza, y en las
noches frías, se agrupan alrededor de fogatas, compartiendo historias en sus
idiomas del norte, con cantos y ritos que traían de sus tierras lejanas.
A pesar de la falta de
comodidades tienen algo que los une profundamente, la solidaridad y el sentido
de comunidad. No tienen lujo, pero sí un mundo propio de historias, tradiciones
y amistades forjadas en medio de la austeridad. Cuando llega el tiempo de los
cambios de estación, algunos se preparan para partir otra vez, en busca de
nuevos horizontes, pero, por ahora, en esa tierra húmeda cruzada por el arroyo,
encuentran un pequeño lugar para sobrevivir con dignidad, debajo de los cielos
vastos y estrellados de que les regala el pueblo.
Esta historia se centra en la
vida de siete jóvenes de 20 años provenientes de ambos sectores que comparten
una amistad sólida y alegrías constantes. Cada fin de semana, se encuentran en
los bares nocturnos más populares, donde las orquestas tocan suaves y
contagiosas melodías que invitan a bailar y olvidar las penas.
Lucas, Sebastián, Tomás, Nicolás,
Juan, Ernesto y Fernando son asiduos parroquianos de bares como el Juillet o el Brasilian, donde mujeres con sonrisas brillantes y ojos que
reflejaban la luna llenan los bares, aportando alegría y misterio. Todos habían
sido alumnos de la única escuela del pueblo y que tenía una preparación
católica, y desde entonces compartían una amistad que parecía inquebrantable.
Sus encuentros suceden cada noche, donde la plaza principal se convierte en el
escenario de risas, historias y brindis bajo la luz cálida de los faroles. La
pasión por la vida sencilla, mezclada con recuerdos de la infancia en la
escuela, hacen que esas largas jornadas en la ciudad pequeña se volvieran
inolvidables, fortaleciendo aún más los lazos de amistad en un rincón mágico
donde la noche parece no tener fin. Cada uno encontró en esas historias el
valor de la amistad, la importancia del amor y la belleza de vivir intensamente.

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