Supo, como nadie antes, desacartonar la literatura y la canción infantil con grandes dosis de humor y fantasía. Autora, intérprete, compositora y guionista, sus creaciones fueron versionadas por los más diversos artistas, y generaciones de argentinos las convirtieron en clásicos.
Sus canciones marcaron la infancia de millones de argentinos. Personajes como la Reina Batata, la tortuga Manuelita o la mona Jacinta despertaron la fantasía de varias generaciones que encontraron en ese absurdo feliz que planteaban sus letras la posibilidad de seguir jugando, pero con elementos de la realidad. María Elena Walsh murió ayer a los 80 años de edad. Y su ausencia se sentirá hondo en todos aquellos hogares que siguen utilizando sus temas para musicalizar las mañanas y alegrar las tardes. “Nunca pensé que hiciera falta agregar moralejas al final de una canción ni decirles a los nenes que se porten bien”, solía decir María Elena Walsh a la hora de explicar su vigencia: “Nunca me interesó ponerme en el papel de madre.” La vida de María Elena Walsh estuvo signada desde el principio por los viajes iniciáticos y el encuentro con almas gemelas (como Leda Valladares al principio, o la fotógrafa Sara Facio, después) que supieron estimularla como artista y alimentar las aristas más lúdicas y alegres de su personalidad. “En mis más secretas fantasías de chica me veía cantando y bailando como en aquellas maravillosas comedias musicales de Ginger Rogers y Fred Astaire que admiraba en el cine”, contó en los años ’60 cuando su espectáculo Juguemos en el mundo, basado en su primera colección de canciones infantiles, se convirtió en un éxito inesperado y su nombre dejó de ser un secreto para pocos para convertirse en una celebridad. “Estoy contenta, pero desconcertada”, decía, todavía sin creerlo, aunque seguramente satisfecha por haber logrado hacerse camino en un mundo artístico poco amigo de las autoras de carácter fuerte y convicciones firmes.
De crianza feliz en un caserón con huerta en Ramos Mejía, María Elena era hija de un ferroviario irlandés y una descendiente de andaluces. Según cuenta en Novios de antaño, su novela de raíz autobiográfica, su padre le inculcó de chica el cancionero popular británico, de donde extrajo el uso del absurdo como recurso para el humor que luego plasmó en su obra. Sin embargo, su adolescencia y primera juventud fueron difíciles: “Era tímida y arisca, una osa encerrada en mí misma”, contó. Y pese a que su primer libro de poemas (Otoño imperdonable) había llamado la atención de Neruda y Juan Ramón Jiménez, un breve viaje por los Estados Unidos la decidió: su destino estaba fuera de la Argentina, más precisamente en Francia: “París era no sólo la universidad de los jóvenes, sino también la ruta de la libertad individual”, escribió en Fantasmas en el parque, su último libro.
Muchas cosas la empujaron a ese viaje: la necesidad de salir de su encierro personal, pero también la asfixia que le provocaba a finales de la década de 1940 el gobierno de Perón, cuyas reivindicaciones sociales consideraba “demagogas”. “Estábamos en una dictadura donde la iglesia tenía como siempre una pata metida (...) En París, en cambio, una podía hacer eclosión en lo artístico y personal porque la mentalidad era otra”, explicó hace poco, sin suavizar ni un poco su mirada condenadora de aquel primer peronismo, pero rescatando –en parte– la figura de Evita en el poema “Eva”, incluido en su Cancionero contra el mal de ojo, de 1976 (ver aparte).
Su estadía en París le significó, sin embargo, la adquisición de un logro mucho más importante para su vida: la maduración como artista. Allí conoció y se vinculó con la luego célebre musicóloga Leda Valladares. Con ella formó un dúo y rescató una serie de bagualas, vidalas y carnavalitos olvidados del folklore argentino, dotándolos –en su última etapa– de una pretensión modernizadora que luego caracterizaría a su obra. “Éramos conocidas y queridas. Yo iba a hacer compras al mercado y me trataban como una reina”, recordó después. De regreso en Buenos Aires, y ya concluida la alianza artística con Leda, los éxitos se sucedieron. Y además de presentar distintos espectáculos que la tuvieron al frente de la taquilla, publicó una serie de discos infantiles que terminaron de consagrarla como artista popular: El país de nomeacuerdo, Juguemos en el mundo y Cuentopos para el recreo, entre otros.
Al mismo tiempo, incursionó en la cancionística para adultos con temas emblemáticos como “Serenata para la tierra de uno”, “El 45” y “Como la cigarra”, que luego versionaron Mercedes Sosa, León Gieco y Víctor Heredia. “Nunca estudié ni música ni canto. Para componer no tengo un método definido”, explicaba cuando se le preguntaba por ese indudable don para crear fábulas musicalizadas que luego cantaban miles.
Los años '70, en cambio, fueron menos felices. Durante la última dictadura militar publicó Desventuras en el País Jardín-de-Infantes, un ensayo breve en el que se quejaba de la censura imperante, pero justificaba “la dura guerra contra la subversión”. Y si bien Alfonsín la integró después en el Consejo para la Consolidación de la Democracia –que fortaleció su perfil pro Derechos Humanos– nunca se desdijo de aquellos dichos. Un cáncer óseo contra el cual batalló en los años '80, y el retiro de su carrera como compositora y cantante marcaron sus últimos años. Sus canciones, sin embargo, no dejaron de sonar. Y, desde ayer,seguramente, lo harán mucho más.
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