Editorial de Eduardo Aliverti del pasado sábado en su programa Marca de Radio
Como Cristina Fernández es la única figura que marca la
agenda política de los argentinos, todos se mantienen pendientes de su
reaparición pública.
Esa probanza puede tener varias interpretaciones. Para mal,
que el dictado colectivo está en manos prioritarias de una sola persona con,
encima, dificultades de salud. Para bien, que el país cuenta con un liderazgo
casi seguramente prolongable –a fin de defender, reactivar o asentar el modelo
vigente, desde una franja muy significativa de la sociedad– más de allá de que
esa conductora no pueda presentar candidatura ejecutiva. Para un término medio
entre una cosa y la otra, cabría preguntarse qué será cuando Cristina no esté
al mando nominal y directo de la Presidencia. Pero , sea lo que fuere, rige una
certeza. Si todos están tan ensimismados a la espera de cómo retornará
Cristina, se complica hallar alguna razón que no sea la desesperanza en torno
de las figuritas circulantes. Ese diagnóstico alcanza a los eventuales
herederos kirchneristas, si es por grados de confiabilidad. La diferencia es
que quienes son de ese palo están en condiciones de mostrar un referente;
mientras que el costado opositor, por no decir burdel, es un cabaret.
En estos días hubo al respecto ciertas demostraciones que
conviene repasar. Una de ellas fue la comedia mediática que se montó alrededor
de presuntos dichos del titular de la Corte. La secuencia de enredos, e intento de
operaciones de prensa baratas, quedó a una altura que vuelve a desafiar el
genio de la revista Barcelona. Según lo transcripto, Ricardo Lorenzetti había
afirmado que tuvo encuentros con la Presidenta , y con su secretario legal y técnico,
acerca de la ley de medios. En el paso siguiente, los principales órganos
opositores titularon, a secas, que Lorenzetti había “admitido” reuniones con
Cristina, como si el presidente de la
Corte no pudiera reunirse con la presidenta de la Nación (pero bueno: es esa
República Disney inventada por los catones morales, casi todos ellos amanuenses
de la dictadura, que vienen a salvarnos del precipicio institucional). Después
de eso y estrictamente basada en las supuestas declaraciones periodísticas,
Elisa Carrió redobló su arremetida contra Lorenzetti y pidió que se lo citara
al Congreso por violación de sus deberes y de dos acordadas específicas. El
conjunto de opositores “restantes”, a todo esto, asistía impávido al
espectáculo. Consultados por su opinión concreta sobre el fallo supremo, unos
siguieron por la ruta de la semillita que debe sembrarse; otros balbucearon que
lo importante es el republicanismo y todos, acción u omisión mediante,
concluyeron por admitir que ni habían leído el fallo ni tenían mayor idea sobre
la ley de medios, por fuera de conocer que el Gobierno y Clarín están
enfrentados. Finalmente, el editorial del medio que publicó la entrevista debió
aclarar que el presidente de la
Corte jamás dijo lo que dijeron que dijo. Que en el pasaje de
la entrevista en que Lorenzetti se refiere a una cuestión importante charlada
con la jefa de Estado... la cuestión era el narcotráfico y no la ley de medios.
Y que todo se debió al mal uso de un paréntesis (???). Llovido sobre diluviado,
unos diputados del PRO se permitieron dejar correr el agua: insistieron en que la Corte debía fallar contra sí
misma, al solicitarle la suspensión de su dictamen hasta que estén dadas unas
garantías constitucionales que se les ocurrió inventar como violadas. Fue el
análogo perfecto con la presentación ante la OEA de un grupo de periodistas argentinos,
atemorizados por las amenazas a la libertad de expresión. Requerido
específicamente para aporte de pruebas, la voz cantante de esos colegas
contestó que pueden escribir lo que se les antoja. Pero que se sienten
incómodos. No debiera hacer falta la aclaración de que estos asuntos
desopilantes tendrían que considerarse anécdotas. Sin embargo, ¿cuánto de
anecdóticos son, al tratarse de aquello por lo que sobresalen quienes aspiran a
dirigir el país y quienes ejercen su dirección periodística?
Después de que esa sentencia por la ley de medios liquidara
en un santiamén las ínfulas electorales de la oposición, lo único que más o
menos se destacó –visto como choque entre candidatos expectables– fue la
contienda entre Tigre y la gobernación bonaerense. Es por un revalúo
inmobiliario, pero el tema tiene tres aristas. Por un lado, Sergio Massa
presentó recurso judicial porque se opone a que las propiedades de (sus) barrios
cerrados “sufran” un incremento de ese impuesto. En segundo término, el hecho
se engloba políticamente en otro que, desde lo técnico, no se relaciona: la
“contribución especial” de 18 por ciento, también en el inmobiliario, propuesta
por Daniel Scioli para fortalecer la “seguridad”. Y por último, obviamente hay
de por medio el tironeo entre Massa y Scioli por el posicionamiento hacia 2015.
Pero lo que de ninguna manera está en debate es de qué se habla cuando se lo
hace sobre impuesto inmobiliario. Esto es: al margen del destino que se les da
a esos fondos y de la lid bonaerense en particular, cuánta mano se echa a la
capacidad contributiva de los sectores de mayores ingresos. Hace unas semanas
(martes 22 de octubre, en Página/12), se publicó un artículo revelador, o
confirmatorio, con la firma de tres investigadores-docentes de la Universidad Nacional
de General Sarmiento. Lo detallado es cómo el impuesto inmobiliario, a pesar de
su potencial redistributivo, no aporta lo suficiente ni favorece que la carga
impositiva recaiga proporcionalmente sobre los que más tienen. Pero de eso no
se habla.
Las provincias, que tanto se quejan por la injusta
distribución de los impuestos coparticipables, hacen más nada que poco para
gravar la riqueza. Los autores, entre varios y jugosos datos irrefutables a
estar por la falta de desmentida, explican que, en la actualidad, más del 90
por ciento de los impuestos con sentido progresivo es recaudado por la Nación. Los estados
provinciales disponen de amplia facultad para cargar impositivamente a las
formas más obvias de riqueza, como los autos y los inmuebles. Pero, según se
aprecia, no mueven un dedo en esa dirección. El impuesto inmobiliario argentino
está muy por debajo de lo que pagan por ese concepto colombianos, chilenos,
brasileños e incluso panameños (que tienen muy baja presión fiscal, global).
Otro número impactante, anotado por Alejandro López Accotto, Carlos Martínez y
Martín Mangas, refiere a la propiedad rural. No es precisamente un dato menor,
al recordarse que los propietarios agroganaderos se sitúan a la cabeza de los
quejosos por la presión impositiva. Entre 2001 y 2011, el valor de los
inmuebles rurales creció cinco veces y media más que la recaudación del tributo
que grava la propiedad. Para sellarlo: el “campo” pagó cinco veces y medio
menos de impuestos que lo que aumentó el precio de sus extensiones de tierra. Y
en el ámbito urbano, el valor de sus propiedades es dos veces y medio más que
la recaudación impositiva por el tributo. Uno de los datos que más ¿llama la
atención? es el de Córdoba, que encabeza igualmente los quejidos provinciales.
El campo cordobés es el más valorizado de la Argentina , con un
crecimiento de casi el 2400 por ciento en el mismo período. Sin embargo, en
relación proporcional inversa, el impuesto inmobiliario rural es el que menos
creció en todo el país: sólo un 65 por ciento. ¿Esto será el “cordobesismo” que
pregonan De la Sota
& Cía.? Y una última cifra para redondear concepto. A nivel nacional, según
el dato corroborado de hace dos años, se recaudaron unos 6100 millones de
pesos. Si se hubieran actualizado los valores fiscales de las propiedades en
línea con los de mercado, podrían haberse recaudado unos 18 mil millones. Tal
como dicen los autores, “hay una renuncia impositiva, por parte de las
provincias, que determina que los estratos de mayores ingresos aportan
(muchísimo) menos de lo que deberían pagar en materia de gravámenes
patrimoniales. Intentar modificarlo es principalmente una responsabilidad de
las provincias y, sin dudas, contribuiría a un país más justo y más integrado
socialmente”. Flor de cuestión, en el país donde los recitados sobre el
federalismo se llevan por delante las tropelías de los gobiernos provinciales.
Pero de esas cosas mejor no hablar.
Son las cosas que llegan al extremo de haber podido leerse,
en la cabecera de playa opositora, una columna editorializada y sostenida,
exclusivamente, en aquello que “suena”, que “se dice”. Por supuesto, todo lo
que suena y se dice es contrario al Gobierno, desde algunas fuentes que no se
identifican jamás; desde algún “independentismo” periodístico-corporativo que
se pretende neutral. Sería absolutamente legítimo si no los administrara esa
pretensión de neutralidad. Las noticias son que el país está con la soga al cuello,
y no que el riesgo-país sigue cayendo y que la Bolsa argentina está de fiesta. Que estamos
aislados del mundo y no que se firmó un acuerdo con Suiza contra la evasión; ni
que los fondos buitre vienen al pie a través de “gestos” como la compra del
paquete accionario de Telecom, al margen de las dudas que pueda haber sobre la
compatibilidad de esa operación con la ley de medios. Ni, para retomar aquello
de los impuestos, que los feudos provinciales siguen más concentrados en la
suciedad de la Nación
que en la mugre de sus vidrios.
Los grandes medios o los medios grandes, y la oposición
agrandada hasta hace unos días y groggy menos de dos días después, lo
“resolverían” relativamente fácil si corrieran al kirchnerismo por izquierda.
Pero el problema es que son de derecha.
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