Hoy continuamos con los recuerdos de Víctor Bisson,
mientras aprovechamos la ocasión para agradecer a todos los cañadenses que nos
visitaron en cada barrio que fue nuestro Museo. El año que viene vamos por más,
donde juntos festejaremos los 95 años de la Declaratoria de
Ciudad.
PABLO DI TOMASO
COORDINADOR DE
MUSEOS Y PATRIMONIOS
MUNICIPALIDAD DE
CAÑADA DE GÓMEZ
“EVOCACIONES
DEL BARRIO
DE MIS PRIMEROS AÑOS”
Por Víctor Bisson
Mis días
de infancia transcurrían con la natural despreocupación de la edad. Si algo
había en abundancia, era espacio para desarrollar toda clase de actividades y
juegos infantiles, que compartía con otros chicos del barrio. Algunos de ellos
viven aún; otros ya nos dejaron. Recuerdo a José “Pepito” Bondi; Marta, Hugo y
Amadeo Leclerq; Aldo y Raul Arnolfo; Miriam Gelos Peroldo; Alberto, Eduardo y
Sara “Chuchi” Meyer; Nelso Rodríguez; Mario “Ghochón” Valentino, y ya en los
últimos tiempos, Marcos Tomassini y Juancito Ortiz. Por aquel tiempo, los
juegos y entretenimientos de los chicos eran simples, sencillos y naturales.
Lejos aún de las técnicas y conocimientos actuales y de sus consecuentes y
sofisticados productos, que los chicos de hoy manejan con tanta soltura,
nosotros solamente disponíamos de algunos juguetes, en general rudimentarios, y
algunos ni siquiera eso. Yo fui uno de los afortunados que los tuve casi todos,
pero para muchos era casi un lujo ser dueño, por ejemplo, de un trencito a
cuerda hecho de hojalata. Entonces entraba a jugar la inventiva, utilizando los
elementos que teníamos a mano, y ello derivaba a veces en travesuras
absurdas, como cierta vez que mis primas
revistieron con hojas de periódicos todo el interior del sótano. Otro
entretenimiento era remedar las veladas escolares, verdadera institución de la
época, que se realizaban en el Teatro Verdi. Para ello, nada más indicado que
improvisar un escenario en un lugar apropiado del patio, donde se colgaba,
entre dos árboles, una vieja lona a modo de decorado, y donde muchos se sentían
artistas.
Claro está
que otras diversiones no eran tan inocentes. Viene al caso la presencia, en la
esquina de casa y sobre la vereda de calle Ocampo, de un buzón metálico pintado
de rojo y negro, instalado por el Correo para comodidad de la gente, que podía
depositar allí la correspondencia ya franqueada. A poca distancia del buzón
cruzaba la calle una alcantarilla de desagüe, con agua estancada en su
interior, donde proliferaban familias de batracios. Un grupo de chicos (en realidad
no tan chicos, sino ya mayorcitos), cierto día tuvieron la brillante idea de
meter algunos de esos batracios por la boca del buzón. Cumplido su avieso
propósito, se reunieron en el baldío de la esquina a esperar la llegada del
empleado postal y divertirle con lo que ocurriría. Y ocurrió lo que era de
esperarse, porque la sorpresa del hombre fue tal, que sobres de correspondencia
y sapos quedaron diseminados por la vereda, mientras los causantes se
desternillaban de risa y emprendían veloz retirada.
Por esta
época tuve uno de mis mejores momentos. Sucedió que don ítalo Beltrame, uno de
los directivos de la curtiembre, se trasladó con su familia a Buenos Aires para
fijar allí su residencia. Entonces sus hijas, Nilda y Noris, me dejaron como
regalo una bicicleta. Era un magnífico rodado, de fabricación italiana, sólido,
diseñado para niños y conservado casi como nuevo. Sin ningún esfuerzo, en el
acto aprendí a manejarla y me sentí dueño del mundo. Era uno más entre los muy
pocos que entonces poseían una bicicleta. Por supuesto, me refiero a los niños.
Entre los mayores el uso de estos vehículos estaba más generalizado, si bien la
cantidad de unidades no era muy grande. Y hablando de vehículos, el tránsito en
el barrio -y por extensión en la ciudad- era más bien escaso. Había muy pocos
automóviles, y asimismo era reducida la cantidad de vehículos motorizados del
tipo que hoy llamamos “pick-up”, utilizados para transporte de cargas diversas.
Predominaba en cambio la tracción a sangre, representada por carros de cuatro y
de dos ruedas (las populares “jardineras”), elemento usual para el reparto de
leche, pan y verduras. Y no faltaban algunos carruajes de paseo, del modelo
llamado “victoria” y “breque”, y aun más los populares sulkys. Uno de estos
carruajes de paseo llegó a ser clásico y hasta marcó une época. En él
acostumbraban circular por el barrio, y aun por la ciudad, con cierta y regular
frecuencia, algunas mujeres de singular aspecto, aparentemente extranjeras.
Algún tiempo más tarde supe que estas mujeres desempeñaban un oficio que se
considera ya triste, ya alegre. El paso de estas damiselas era observado por
las vecinas a través de las celosías, dando lugar a toda clase de comentarios
en voz baja, que eran ampliados cuando el coche se alejaba con sus ocupantes y
ellas volvían a asomarse a la puerta. En algún momento estos paseos terminaron,
perdiéndose en la historia.
En esta
evocación, quiero recordar a los vecinos del barrio, en primer lugar a los que
vivían al frente, cruzando calle Ocampo, en la gran casona mencionada
anteriormente, conocida como “la cochera de Moreno”, y que al decir de algunos,
estaría “embrujada”. Habitaba esa casa la familia de don Ramón Rodríguez, su
esposa Lorenza y sus hijos Amanda, Héctor, Arturo Amador, Mario y Nelso, el menor,
a quien todos conocían con el apodo de “Garufa”. Varios años más tarde, supe
que Nelso había sido uno de los peores alumnos de la Escuela Profesional
Nocturna, hasta que una severa, aleccionadora y oportuna filípica del profesor
José F. Blanda logró ponerlo en vereda con un giro de 180 grados y así llegó a
ser un estudiante ejemplar. En dependencias de esa casa se conservaban diversos
elementos propiedad de los señores Moreno, como un antiguo automóvil, carruajes
de tracción a sangre, diversos muebles y hasta un piano. En esa misma cuadra
residían las familias de Juan Cravero, de Angélica de Milano, Israel Gelos, mis
tíos Petersen, Adelina y Rosita Hernández,
y las hermanas Miranda. Casi a cualquier hora del día, en la casa del Sr.
Gelos se escuchaba el sonido de un piano, ya ejecutado con soltura, ya
desgranando trabajosamente alguna escala. Es que allí vivía también Josefina
Peroldo, hermana de la señora de Gelos, profesora de piano con numerosos
alumnos particulares y titular de música en la vecina Escuela Sarmiento. Por
entonces, el estudio del piano estaba muy generalizado, tanto que en diversas
casas de esa cuadra había seis de tales instrumentos. Dedico un aparte a la
señora María Gronda, que también vivía en esa cuadra, y en cuya casa mi padre
fue pensionista desde que llegó de Italia hasta que formó su hogar. De esta
señora escuché una anécdota -cuya veracidad nunca pude comprobar- pero que según
la gente, cierta vez que hiciera una visita al cementerio, en una tarde de
verano, no escuchó las campanadas que indicaban la hora de cerrar las puertas,
y como consecuencia esa noche debió dormir en el atrio de la casa del silencio.
Preguntada al día siguiente si había sentido miedo, contestó que solamente de
los vivos se puede tener miedo, ya que los muertos nada pueden ya hacer.
Insisto en que nunca pude verificar este episodio, aunque doña María utilizaba
con frecuencia la expresión relativa a los muertos y los vivos,
Continuando
en la calle Ocampo hacia el oeste, nuestros vecinos eran Josefina y Augusto
Garino; la familia Dotta, de la que era parte Manuel, todo un personaje
cañadense, irreemplazable para distribuir en tiempo record las tarjetas
participativas de defunciones, corno era la costumbre entonces. Seguía la casa
de José Bondi y Rosa Leyser, casa que yo visitaba con frecuencia por mi amistad
con Pepito, a quien ya hice referencia. Imposible olvidar las incursiones al
molino de cereal que poseían los Bondi, instalado en un galpón de doble altura
y techo a dos aguas, que aun se puede ver desde la calle, cubierto de
enredaderas. A continuación de Bondi vivían los Franetovich, en cuya casa
también había piano y se hacía música; finalmente se encontraba la vivienda del
italiano don Enrico, cuyo apellido no he podido recordar, pero a quien todos
conocían como “Enrique el carrero”, pues su ocupación era realizar mudanzas y
fletes diversos por la ciudad. Y si el recorrido se iniciaba por la vereda
norte, luego del gran baldío de la esquina la primera casa era de la familia
Brusco, siguiendo los Maranghello, Guillermo Arnolfo, Aparicio y Lopresti. Eran
los Lopresti una familia de músicos, en la que se destacaba Ángela, más
conocida como “Lita”, como brillante pianista, de destacada actuación en
conjuntos orquestales. Pero además, los Lopresti eran conocidos por la
elaboración de helados artesanales, que en los días de verano hacían las
delicias de chicos y grandes. Nadie podrá olvidar los carritos en que se
distribuían estos helados, en particular uno de ellos, magnífica factura de
madera barnizada, con la forma de un barco, con el infaltable toldo de lona
blanca y el cornetín con que se anunciaba en su recorrido; ya en su tiempo
llegó a ser una leyenda. En la última casa de esa cuadra, vivía la señora.
Elisa Tscherrig, una de cuyas hijas, si mal no recuerdo se llamaba Lidia, tenía
una peluquería para damas, o “maison”, como se les decía. Y en las otras calles
del barrio cerca de casa, aunque no
llegué a conocer a todos, puedo recordar, por Quintana, a los Battistini,
Cecchetto, Rodríguez, Varvello, Peralta, Widmann, García, Leoni, Bessone,
Serrano y Valentino, Grilli y Banegas; por Maipú a Meyer, Vottero, al lado mis
tíos Cúch y Peppino; Chiara y Ramón Ares; por Ballesteros a Poletti, Carmassi,
Salta; en Chañares, actual 7 de octubre, Pedro Aparicio, Leclerq, Félix Nicoli,
cuya casa era como el casco de una gran quinta que se extendía hasta Lavalle.
En Rivadavia, Díaz, Mezzadra, Travaglino y Juan Beltrame, que era mayordomo de
la curtiembre. Y en Lavalle, Rossi, Wytrykuz y Mayer. Emblema de esta familia
era la figura patriarcal de don Luis Mayer, que luciendo una magnífica barba
blanca y un porte de distinguido caballero, diariamente pasaba caminando por
nuestra vereda, rumbo al bar de Widmann, donde era un cliente clásico, conocido,
respetado y querido por todos. Hubo también otro vecino, definido por una
anécdota que lo pinta de cuerpo entero. Era un hombre de mediana edad, que presumía
de joven e imbatible tenorio. En esta pretensión, su físico por cierto no lo
ayudaba, lo cual procuraba balancear con un cuidado escrupuloso y casi
maniático de su atuendo. Cuando salía, calzaba zapatos charolados, entonces de
moda, y remedando al personaje del tango, “vestía como un dandy y peinaba a la
gomina”. Una tarde en que el viento levantaba nubes de polvo de las calles,
viendo que se acercaba el camión regador de la Municipalidad , con
un ademán detuvo al conductor y le dijo: “Che grone, háceme la gauchada y dale
dos pasadas, porque tengo que ir al trocen y se me ensucian los timbos”. El municipal
repitió esta graciosa expresión a quien quisiera escucharlo, y así el episodio
se difundió por todo el barrio y también por la ciudad.
CONTINUARA...
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