Francisco Trujillo: Cañada, en su pasado y mis cosas. Año 1928


En este capítulo Trujillo nos cuenta los pormenores para llegar a casarse y además conoce a la persona que lo alentó a participar en la militancia política, estamos hablando de Ricardo Cónsul Romegialli


Cayó el telón del año veintisiete
dejando en el escenario esperanzas
que fertilizan apenas se inicia
el primer acto del nuevo veintiocho.
Abunda el trabajo, la ciudad crece
y en el campo se acaricia la tierra
y las cosechas llenas los galpones.
Los carros y camiones fleteadores
de cereales, forman interminables
caravanas, y llevan como hormigas
a las playas de los largos depósitos,
donde esperan los sacos del producto,
avezados hombres en el manejo
de la bolsa, verdaderos campeones
del brutal esfuerzo, con cuya hazaña
engrandecen y honran a la Nación.
Uno de esos obreros al doblar
su jornada, recibió de igual modo
doble salario, que, cuadriplicándose
los sábados, domingos y feriados,
le representó por suma mensual,
más de seiscientos pesos de moneda
completamente sana y vigorosa.
En aquella época cualquier obrero
podía comprar un terreno y construir
también en su casa, sin mayor esfuerzo;
así lo hacia el colono con las maquinas
que para labrar y sembrar el campo
compraba a precio irrisorio; jamás
su cerviz doblaba para adquirirlas;
así el más humilde mortal tenia,
queriendo trabajar, todas sus cosas.


El tiempo transcurre; Obras Sanitarias
de la Nación, avanza para darnos
el servicio de agua corriente y cloacas.
Las calles llenas de zanjones,
dan el aspecto de una urbe atrincherada;
ya para esa fecha casi están listas
las obras y el pueblo adicto festeja
el acontecimiento muy contento,
mientras que los retrógrados se ponen
en ridículo al decir que el agua es
mala, de “áspero” y “salado” sabor,
prefiriendo el contaminado líquido
que dulce era, pero lleno de larvas
y cuanto microbio viviera en él;
cañadenses cubren de artefactos
sanitarios, los negocios apilan
cientos y cientos de ellos y la industria
de la construcción crece y multiplica;
surgen plomeros y cloaquistas nuevos
en la materia, que abrazan resueltos
el oficio que les daría seguro
con el tiempo, utilidad provechosa.


Para el diez de mayo habíamos dispuesto,
con mi adorada Yolanda, contraer
enlace, y durante el último tiempo
trabajamos los dos en gran fervor
para formar nuestro soñado hogar.
En el transcurso del largo noviazgo,
no tuvimos sino vicisitudes 
que incidieron para profundizar
nuestro cariño. La posición ruda
de mis suegros, más de una vez nos dió
trastornos que lastimaban el alma,
que ávida de felicidad buscaba
el sedoso regazo que los sueños
en ese instante dulce de la vida
crean para atenuar los males injustos
que muchos como nosotros sufrieron.
En vano quisimos sortear aquel
cerrado cerco que nos levantaron,
jamás mis pies pasaron el umbral
del hogar de mi Yoli, situación
que exaspero el espíritu mil veces
atribulado de mi novia buena.
Nosotros no conocimos la dicha
surgida del halago y la armonía,
ese encanto no anido bajo el techo
de nuestras ilusiones, solo espinas
encontramos en el acongojado idilio.
Apenas supimos cómo eran andar
de las manos allá en la “Loma Azul”,
la tarde aquella que tuvo a los árboles
quietos como durmiendo, junto al cielo
que se pintó de arrebol cuando el sol
se escondió con sus últimas caricias.
Nada supimos de noches plateadas
por la luna, de esas noches tranquilas
que tanto cuentan los enamorados,
con más de miles de estrellas azules
titilando en el infinito espacio;
nada supimos casi del encanto
sublime que produce el corazón
cuando pleno de embriaguez intercambia
las palabras que tanto dulcifican
el alma, llenándolo de ternura.
Allí están nuestras palabras escritas
en un rincón guardadas para siempre;
nadie podrá aquella carta borrar,
ni suprimir las quejas de una pena
aguda que tanto dolor nos dio; 
pero que decir más, sin en cada párrafo
existen luces de esperanza
que iluminaron luego nuestras vidas
hasta colmarnos de felicidad.
El diez de mayo con una mañana
blanca como la espuma nos llegó.
Toda la escarcha uniforme cubría
los pastos resecos de los baldíos
antes que el sol disolviera la helada,
junto al cuadro aquel que el otoño hizo,
partimos hacia el registro civil
que entonces quedaba en la calle Ocampo,
bien al lado del Circulo Social,
y ante don Ricardo Berella, el acta
firmamos y, por ello allí quedamos
unidos en matrimonio, después
de sortear los cuatro últimos días
toda dificultad e inconvenientes.
La boda la festejamos en casa
de don Alfredo Rodríguez, en donde
no estuvieron presentes familiares
de Yolanda, al día después de cumplir
sus veintidós años de edad, razón
que dio por término a toda odisea;
Luis Laguna y Raúl Bianchi nos llevaron
en auto hasta Rosario y desde allí
fuimos en tren a La Capital donde
continuamos nuestra luna de miel.
Todo se transforma en mi rededor;
el nuevo hogar me demanda un deber
nuevo, que con gran entusiasmo cumplo.
Nuestra casita instalamos en lo alto
de los hermanos Romegialli. Allí
cumplimos nuestros primeros sueños, viendo
desde la terraza el cielo más cerca
y con todos sus astros más brillantes.
Risas y cantos trinan bajo el techo
adorado; el olvido contribuye
a la felicidad, ya no pesaban
las erróneas objeciones que sobre
Yolanda hicieron en todo momento
sus padres. Inés y Santiago, nuestros
confidentes, se alejaron de al lado
nuestro paulatinamente, quedando
casi en definitiva al poco tiempo
después, trunca aquella gran amistad.
Los tortolos no siguieron juntos,
y fue así que ambos rompieron sus lazos
cuando apenas teníamos días de casados;
con Yolanda sentimos de verdad
aquella determinación cumplida,
sin que pudiéramos intervenir.

Un sonido estridente nos llegaba
desde “La Helvética”, era la sirena
que todos los días ufana llamaba
a los obreros a ocupar sus puestos.
Ahí, remachaba un hombre en el taller
las duras chapas, doblaba con ellos
los hierros y armaba acoplados, chasis
y dibujaba proyectos diversos
de obrar y trabajos pertenecientes
a su fábrica en ciernes. El reloj
hecho por su padre que en lo alto estaba
del edificio cuyo frente daba
a calle Centenario, era para él
 todo un orgullo y venerable símbolo;
Ricardo Cónsul Romegialli, el alma
de esa fábrica desde entonces fue.
Él no tenía horario, antes de las cuatro
de la mañana el duro hierro forjaba.
Lo vi cien veces quedarse dormido
en la mesa donde a diario cenaba;
su cuerpo vencido por el esfuerzo
no pudo rechazar esa embestida
que el sueño, que es justo, siempre le daba.
Su proeza y su obra se admiró, por eso
manifestaron con calor el rasgo
aquel que ya lo caracterizaba
como un nobel benefactor humano;
su espíritu benigno, su pasión
por las cosas justas y razonables
no podían traerle sino recompensa
que tanto a su nombre le enaltecía.

Aquietado mi juvenil espíritu
después de la intensa lucha librada
hasta conseguir formar nuestro hogar,
y viviendo ya aquella realidad
que tanto anhelamos en los mil sueños
que ayer tuvimos cuando de las manos
nos tomamos y el corazón ardía
por gozar más y más felicidad,
y creyendo que nada me daría
entonces nuevos y reales problemas,
aparecen enseguida a mi lado
nombrados motivos donde negar
mi colaboración nunca podía.
La política enciende en mi interior
el fuego apasionante que estructura
un ideal, y al abrazar mi bandera,
encuentro similares sentimientos
que de años en alto la sostenía;
era ese pueblo que arengaba quien
incitó a la ciudadanía a “marchar
por el camino recto” para dar
a la patria un honroso porvenir,
sin tránsfugas ni bárbaros tiranos.
Ricardo Cónsul Romegialli fue
quien me enroló en esa época en las filas
de ese partido que desparramó
su doctrina y gobiernos conquistó.
Desde el primer instante trabajé
con entusiasmo, poniendo lealmente
al servicio del ideal, el empeño
más ferviente hasta conseguir el triunfo.
Para los que luchamos, el esfuerzo,
no era otra cosa que satisfacción,
y no eran los obstáculos, reveses
capaces de alejarnos, de volvernos
al lugar de partida, para que
lo andado se perdiera entre la nada;
todo fue como un rito religioso,
que nos ponía y nos concentraba en firme
propósito de lucha, y nos lanzaba
decididos después a conseguir
para nuestros semejantes, el bien
basado junto a la mayor justicia
que el derecho nos acuerda y demanda.
En medio de aquellos preceptos dí
mis primeros pasos, siempre avanzando
convencido de que mis plantas nunca
trastabillarían por estar seguras
que asentaban en bases que no eran
de arena sino de un inconmovible
pedestal, donde sólidas conciencias
aglutinaban en su alrededor
conductas y esperanzas intachables.

La casa Maranetto y Sidler rompe
sus paredes y amplía sus dependencias.
Todos sonreían en ese año promisor
y las entradas se multiplicaron
con ritmo acelerado, halagador.
Un ir y venir de proyectos llenan
el ambiente comercial de la casa,
cuajando allí la mayor parte de ellos,
y hasta ingresa la firma de un socio más
y a varios empleados se les asigna
el título de jefes de secciones.
La evolución del establecimiento
se triplica y de la misma manera
se compran todas la mercaderías,
pareciéndonos en esos momentos
a los que pensábamos de otra forma,
que en todo aquel episodio “quimérico”
actuaba decidida la “prudencia”
y así fue que una vez se compró maíz
a un colono que su campo “Luna”
tenía, y junto a la boleta de venta,
a su pedido, se le extendió una orden
de compra, que estuvo garantizada
por los “quinientos quintales” que allí
vendió de cereal aquel que jamás
en chacra alguna su “afán” cosechó.
Retiradas las mercaderías por varios
cientos de pesos, y cuando ya nada
se podía hacer para localizar
al ladrón, nos dimos cuenta de toda
la “abundancia” que alrededor había;
el descontrol reinaba a su albedrío
y las grietas que diariamente habría
fueron profundas heridas que pronto
derribaban la mole que por siempre
pareció levantada ante los ojos
vanidosos de quienes no pensaron
nunca que podían empezar de nuevo
después de haber perdido totalmente
un día el esfuerzo de toda una vida.

Mojorano, con Arturo Augsburger,
formaron el cuadro de veteranos
del Sport Club Cañadense. Durante
esa temporada jugamos todos
los domingos y hasta los días feriados
por la mañana. El entusiasmo fue
tan grande, que en cada unió de nosotros
se reedito el interés por el fútbol 
al extremo, que nuestras actuaciones
tuvieron relieves tan semejantes
o mayores que en la época que fuimos ´
“figuras” aplaudidas y mimadas.
Vencimos a calificados equipos
que bajaron  de Rosario y de pueblos
vecinos, y se congregaba un público
numeroso a presenciar los encuentros,
alentando siempre nuestra labor,
con la misma pasión que lo hacía entonces
por el cuadro superior del Sport.
Más de dos años confraternizamos
en ese ambiente de amistad sincera.
Así volvieron felices momentos
del pasado, que al hacerse presente
de nuevo en aquella oportunidad
pareció que en verdad nada mejor
resurgiría de aquel compañerismo.

Se aproximaba ya fin de año, cuando
un domingo, apenas amanecido,
pasaron frente a mi casa, Alejandro
Peirani, Alfredo Fernández y Luis
Cupulutti, quienes se dirigían
a las canchas del Sport Club con bolsos
y raquetas de tenis, bien dispuestos
a pasar toda la mañana allí
jugando, hasta el momento del almuerzo.
Al saludarnos me invitaron a ir
con ellos y participar también
de la parrillada que al mediodía
se acostumbraba entonces a servir.
Ese día por primera vez golpee
con raqueta una pelota, y fue
tan distante, que sobrepaso el cerco
por muchos metros. Aquella violencia
hirió mi amor propio de tal manera
que me avergonzó tanta imperfección,
habiendo creído siempre que ese juego
era de muy fácil ejecución,
y que allí no se producía ningún
desgaste físico, que era un deporte
para “cómodos y niños mimados”,
y desde entonces y después de ver
y palpar la nobleza que había en él,
todas las mañanas, cuando aclaraba,
llegábamos con Adelina y Pedro
a practicar en las canchas de tierra,
por estar para nosotros, los “nuevos”
prohibido usar las de polvo de teja.
Al lugar concurría un mundo de gente,
el ciclismo reunía a muchos cultores
en la pista que bordeaba el perímetro
total del estadio; el patín rodó
sobre el semicírculo de mosaicos
rojos; los niños usaron los juegos
instalados, llegando hasta las nubes
cuando se hamacaron; y nos gustó
verlos caer desde las estrellas al
deslizarse por el gran tobogán,
como también así verlos girar
prendidos a las argollas; rondando
al aire hasta formarnos la rosada
calesita que en aquel día faltó,
pero, estuvieron la barra, el trapecio,
la cancha de básquet, las paralelas,
como también s los lisos cuadriláteros,
donde a las bochas siempre se jugó;
estuvieron la jabalina, el disco,
la pesada bala, el negro martillo
y las vallas blancas que los atletas
con ágil destreza fácil saltaron,
cuando como un galgo corría Romano
y todos ahí como el, una luz fueron.
Los pic – nic bajo la frondosa copa
de la joven arboleda, se hicieron
con íntegra simpatía familiar;
pasar un día festivo en el lugar
más pintoresco de nuestras ciudad
era anhelo constante de los socios,
y ese ambiente de franca amistad
se vivió una era inolvidable propia
de los sentimientos que sostenían
que “el club era nuestra segunda casa”;
y allí el regocijo siempre aplaco
los resquemores del diario vivir.
Y un poco más tarde hizo también gala
con el más grande esplendor en las salas
que se construyeron en el chalet,
el baile de “Las Margaritas”, fiestas
que a mil corazones entusiasmaron,
las cien veces que Bardone, de noche
con éxito ejemplar organizó;
y para que seguir aquí elogiando
al club que tuvo tantas cosas lindas
ayer, cuando los niños y los jóvenes
gozaron de todo aquel interior
que entonces para todos fue un paraíso

iluminado por la luz del sol.

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