Hace treinta y cuatro años el país se reencontraba con la
libertad perdida. La industria cinematográfica intentaba recuperarse luego de
un largo período de feroz represión y sistemática censura. Un recuerdo de
aquella época tan eufórica como difícil
Treinta y cuatro años atrás los argentinos recobraban el
saludable ejercicio de elegir a sus representantes. "Terminó la
pesadilla" publicaba en su tapa el diario Crónica, "Llegamos"
tituló Clarín. Aquel histórico 30 de octubre fue el pico de un año
convulsionado, seguramente uno de los más intensos de nuestro pasado reciente.
Las noticias que confirmaban la existencia de tumbas NN y el
documento con el que la dictadura ensayaba una autoamnistía se encontraban con
las heridas todavía abiertas por la guerra en Malvinas y los angustiantes
reclamos de los organismos de derechos humanos. El aumento general del costo de
vida, la caída del salario real (34,3 por ciento en pocos meses), la
desocupación y el aumento de la deuda externa (que se había triplicado en los
últimos años) provocaban multitudinarias marchas y medidas de fuerza. La
desazón podía mitigarse con la expectativa por las elecciones, las visitas de
Jacques Cousteau y Joan Manuel Serrat o la reaparición de artistas populares
hasta entonces prohibidos en programas televisivos como Cordialmente o Badía y
cía. En las radios sonaban temas de Sumo, Los Abuelos de la Nada y Juan Carlos Baglietto,
y en nuestra ciudad una empresa de TV por cable ofrecía como novedad la
posibilidad de ver siete canales.
El cine, a pesar
de todo
Quienes buscaban el alivio del humor en una sala de cine
podían elegir La loca historia del mundo (Mel Brooks), Más loco que un plumero
(Jerry Lewis), Comedia sexual de una noche de verano (Woody Allen) o El rey de
la comedia (Martin Scorsese). En las carteleras asomaban también Gandhi,
Tootsie, Reto al destino, el primer Rambo, la taquillera Flashdance y lo último
de los directores europeos François Truffaut (La mujer de la próxima puerta) y
Andrzej Wajda (Danton).
El cine argentino —más allá del discreto desempeño del
diplomático Mario Palacios al frente del Instituto Nacional de Cinematografía
desde diciembre de 1982— languidecía. Las entidades cinematográficas reclamaban
la eliminación del 20 por ciento del IVA que gravaba al espectáculo
cinematográfico y la reimplantación del 10 por ciento de impuesto al valor de
cada entrada con destino al fomento del cine argentino, el restablecimiento de
la autonomía económica del INC y el respeto a la libre expresión de las ideas.
Un chiste en la publicación especializada Heraldo mostraba
al conductor de una entrega de premios diciendo: "A continuación, los
integrantes de la representación argentina al Festival de Cannes les contarán
con lujo de detalles la película que si hubieran podido filmar les hubiera
gustado traer". Efectivamente, no había mucho para mostrar y menos para
enorgullecerse en festivales internacionales: entre los escasos reconocimientos
pueden consignarse un premio en Panamá al entonces veinteañero Julio Chávez
(por su actuación en Señora de nadie, estrenada el año anterior) y otro en
Moscú al largometraje animado de Manuel García Ferré Ico, el caballito
valiente.
A mediados de año comenzaron a filmarse el semidocumental
Evita, quien quiera oír que oiga (Eduardo Mignogna) y No habrá más penas ni
olvido (Héctor Olivera), ficción basada en la novela de Osvaldo Soriano
adaptada por Roberto Cossa y el propio Olivera, que se estrenó en septiembre.
La intención de rescatar hechos de la historia política argentina del siglo
veinte era saludable, si bien en el filme de Olivera los enfrentamientos entre
militantes peronistas en los años setenta derivaban en una cinta tragicómica
tal vez precipitada e inmadura.
Otro ejemplo era Espérame mucho, que recreaba recuerdos de
su director Juan José Jusid durante el primer peronismo y en cuyo afiche
resonaba el interrogante: "¿Qué nos pasó a los argentinos?". Jusid
había sufrido el aumento de un 800 por ciento del negativo durante la filmación
y tuvo que estrenar su película con cortes, en una de las últimas embestidas de
la censura (institucionalizada desde la creación en diciembre de 1968 del Ente
de Calificación Cinematográfica), que se había enseñoreado en los últimos años.
Es cierto que salían de la oscuridad los filmes argentinos
La muerte de Sebastián Arache y su pobre entierro (1972/77, Nicolás Sarquís con
guión de Sarquís, Luis Príamo y Haroldo Conti, este último secuestrado y
desaparecido en 1976), El grito de Celina (1975, Mario David sobre cuento de
Bernardo Kordon) y El búho (1974, Bebe Kamín), de la misma manera que llegaban
por fin a las salas Portero de noche (Liliana Cavani), Insólito destino (Lina
Wertmüller), Solos en la madrugada (José Luis Garci), La viuda de Montiel
(Miguel Littin) y Desaparecido (Costa-Gavras, cuya historia de un periodista
estadounidense desaparecido en Chile durante el régimen de Pinochet resultaba
tristemente familiar para los argentinos). Sin embargo, las presiones y
prohibiciones perduraban.
A muchos actores, músicos, escritores y realizadores
forzados al ostracismo durante la dictadura no les resultaba fácil reinsertarse
en el medio. El propio Hugo del Carril luchaba para que sus películas no fueran
exhibidas por TV por un valor insignificante aunque, al mismo tiempo, no quería
aprovecharse del respeto que había ganado entre sus compañeros de militancia
(rechazando tiempo después un subsidio mensual que le ofreció el PJ).
En agosto, un debate televisivo sobre la censura terminó en
escándalo: después que Alfredo Alcón, desde una grabación, consideró inmoral
que los censores pensaran que el pueblo no es adulto para ver cosas que ellos
sí pueden ver, Miguel Paulino Tato (a cargo del Ente de 1974 a 1978) se levantó y se
fue gritando: "Fui censor y no estoy arrepentido". Dos meses después,
el cineasta alemán Werner Schroeter, que se encontraba en Buenos Aires invitado
por el Instituto Goethe para filmar una película con estudiantes, tras haber
registrado testimonios de militantes de derechos humanos, familiares de
víctimas, sindicalistas, artistas marginales, prostitutas y homosexuales,
sufrió amenazas de un denominado "Comando de Moralidad" y debió
abandonar el país.
La impunidad permitía que la censura pudiera ejercerse
despreocupadamente: ese año se estrenó Fitzcarraldo (Werner Herzog) con cortes
asestados por los propios exhibidores para hacerla más "llevadera",
según denunciaba el crítico Ángel Faretta.
Imágenes de la República perdida
Sólo trece largometrajes nacionales llegaron a estrenarse
durante 1983, incluyendo algunos pasatistas con Jorge Porcel, Alberto Olmedo,
Carlos Balá o los Superagentes, donde aparecían ahora personajes que recurrían
al "sindicato de agentes secretos" o que hacían proselitismo apoyando
a candidatos a directivos de un club de barrio. La productora Aries alternaba
películas como esas con otras como El arreglo (Fernando Ayala, argumento de Cossa
y Somigliana, con Federico Luppi diferenciándose de vecinos que consentían un
caso de corrupción) que, junto con Los enemigos (Eduardo Calcagno), El desquite
(Juan Carlos Desanzo) y El poder de la censura (Emilio Vieyra), anticipaba el
cine que —salvo honrosas excepciones—seguiría haciéndose en los primeros años
de la democracia: por un lado historias de ficción funcionando como parábolas,
con actores conocidos y ansias de denuncia, y por otro expresiones de un
destape similar al experimentado por los españoles tras la caída del
franquismo.
Poco se hacía fuera de esas fórmulas y con el escaso apoyo
oficial. Alejandro Agresti filmó a los 22 años, en 16 milímetros y en
cooperativa su primer filme (El hombre que ganó la razón), en tanto la
producción de trabajos en Súper 8 era, aunque silenciosa, tan relevante como la
labor del grupo Cine-Testimonio, que presentaba en una sala porteña cortos
documentales realizados por Marcelo Céspedes, Tristán Bauer y otros, centrados
en habitantes de olvidados pueblos norteños y del conurbano bonaerense.
Un fenómeno curioso fue La República perdida
(Miguel Pérez, sobre libro de Luis Gregorich), documental que repasaba la
historia argentina desde el golpe de Estado de 1930 hasta el de 1976. Había
comenzado a prepararse en enero y se estrenó el 1º de septiembre,
convirtiéndose en una de las películas más vistas por los argentinos ese año.
La necesidad de ver o rever material largamente ocultado, de repasar recovecos
de nuestro pasado y de reivindicar a partidos populares menoscabados por la
dictadura puede explicar su éxito. No obstante, una mirada atenta permitía
advertir parcialidades y simplismos: su productor Enrique Vanoli, dirigente de la Unión Cívica Radical,
declaraba entonces a la revista Cine en la Cultura que el filme era "un poco la
continuación de la política de Ricardo Balbín en Línea Nacional" y que su
propósito inicial había sido dedicárselo. En Cine Boletín, el crítico Jorge
Miguel Couselo valoraba la película a la vez que le reprochaba omisiones
"en cuanto la política no sólo depende de la posibilidad de gobernar o
voltear gobiernos", el hecho de que (a propósito de una solitaria mención
a Lisandro de la Torre )
se ignorara a parlamentarios como Mario Bravo y Alfredo Palacios, "que
dieron lecciones de ética y verdadera democracia entre tanta corrupción",
y la ausencia de Juan B. Justo ("uno de los hombres que más trató de darle
contenidos a la política argentina") y de "las distintas vertientes
de la izquierda que prevalecieron largamente en el movimiento obrero". Con
los años, La República
perdida siguió siendo utilizada con fines didácticos, legitimando ese recorte
del pasado.
El 6 de octubre se producía el último estreno nacional del
año: Mercedes Sosa, como un pájaro libre (Ricardo Wüllicher), una semana antes
de que llegara a las salas la perturbadora Pink Floyd-The Wall (Alan Parker).
Un paro nacional dispuesto por las dos centrales obreras
obtenía un acatamiento total en todo el país. Marchas y solicitadas se
sucedían, exigiendo la aparición con vida de los desaparecidos, la restitución
de los niños secuestrados y nacidos en cautiverio a sus legítimas familias, la
investigación de la inhumación de los cadáveres no identificados y el juicio a
los responsables. Tomando distancia de discutibles declaraciones que había
realizado tiempo atrás, Jorge Luis Borges expresaba al diario francés
Liberation: "¿Qué se puede pensar de un gobierno que ha asesinado a 25 mil
ciudadanos, sin juicio, sin testigos, sin pruebas? Es atroz".
Dos días antes de las elecciones fue levantado el estado de
sitio, vigente desde noviembre de 1974, y el 30, finalmente, los ciudadanos
argentinos pudieron votar. Incluso el ex ministro de Economía José Martínez de
Hoz, que lo hizo abucheado por los presentes en un colegio de Barrio Norte de
la capital argentina.
Pronto se supo que el radical Raúl Alfonsín sería el primer
presidente constitucional de la nueva etapa, mientras que en Santa Fe asumiría
como gobernador el justicialista José María Vernet, una de cuyas primeras
medidas fue anular (con el acuerdo unánime de todos los diputados y senadores)
la ley de jubilaciones de privilegio que los militares se habían procurado para
ellos y sus funcionarios civiles. Como intendente de Rosario ganaba Horacio
Usandizaga, de la UCR.
Apenas nombrados director y subdirector del INC, Manuel
Antín y Ricardo Wüllicher anunciaron la derogación del Ente de Calificación,
que había prohibido 727 películas en catorce años. Sergio Renán ya había
iniciado el rodaje de Gracias por el fuego, sobre novela de Mario Benedetti, y
María Luisa Bemberg filmaba las primeras escenas de Camila.
El año finalizaba con un clima de euforia y esperanza pero
también de zozobra ante tan ominosa herencia. No mucho antes, en su crónica
para la revista Humor de la entrega de premios de la Asociación de Cronistas
Cinematográficos, José Pablo Feinmann mencionaba el incómodo momento que se
había vivido cuando fueron invitados a subir al escenario los guionistas de La
muerte de Sebastián Arache y su pobre entierro: en el momento en que el
conductor mencionó a Haroldo Conti "el dolor y un viejo miedo todavía
cotidiano recorrieron la sala". Más de tres décadas después, esa misma
sensación de desasosiego reaparece cada tanto, desvelándonos y
comprometiéndonos.
Fernando G. Varea
Fuente: La Capital, 12 de noviembre de 2017
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