Nació en Tucumán, hijo de padre y madre bolivianos. De
grande confesó que se sentía tan porteño como parte integrante del paisaje, la
música y la gente de Jujuy, la provincia donde impulsó desde los años 70 el
proyecto cultural integral Tantanakuy, con sus festivales y casas de arte.
Jaime Torres, que murió la semana pasada a los 80 años, ejerció la doble
condición de ser símbolo de las regiones de la Quebrada de Humahuaca, la Puna y
el Altiplano y a la vez portador de un aire decididamente cosmopolita, un
embajador que llevó todos esos sonidos andinos por el universo. Puso al
charango, un instrumento de cuerdas pequeño y periférico, primero junto al
piano de Ariel Ramírez en la Misa Criolla y luego lo paseó por los escenarios
más grandes del mundo. Pero, sobre todo, fue el músico que supo hacer visible
una cultura sumergida de tristezas, carnavales, soledades y Pachamama.
Fuente: Nicolas del Mazo para el Suplemento Radar de Página 12
Ocurrió hace demasiado poco como para poder mensurar los alcances de la muerte de Jaime Torres. Fundido a la simbólica connotación de haber ocurrido el mismo día de la de Osvaldo Bayer, esa coincidencia le dio una espesura aún más melancólica de fin de época: se trató, finalmente, de la partida de dos protagonistas de la cultura popular que han sido causa y consecuencia de las convulsiones políticas y sociales del siglo XX y que desarrollaron una tarea que definió la psiquis y el latido de dos regiones bien diferentes como son el Noroeste y la Patagonia. El caso de Torres, a través de una obra muchas veces silenciosa. Una obra singular y por períodos marginal como el pequeño instrumento que supo universalizar, que empezó a forjarse tal vez en la orgullosa infancia en los arrabales de Cochabamba, en el pueblo de Chimba Chica, Bolivia, para constituir finalmente un temperamento artístico absolutamente único. Una concepción musical moderna.
Como Mercedes Sosa, nació en Tucumán y como Mercedes Sosa fue un curioso nato, un intelectual empírico y un aglutinador de tendencias. Ya sea en el territorio que amó –un vasto corredor que une la quebrada de Humahuaca, la Puna, el Altiplano– como en Barracas, el barrio porteño en el que se afincó y desde donde imantaba a jóvenes como una especie de gurú coya; ya sea en los años de proyección internacional a través de la catapulta de la Misa Criolla como en los de repliegue. Algunos nombres y apellidos, algunas circunstancias, lo definen. Si en su álbum debut de 1964, Virtuosismo en charango, segundos antes del éxito de la Misa Criolla, toca un diamante en bruto llamado Uña Ramos, en la quebrada destacó con su dedo de oro a artistas extraordinarios que siempre, de alguna u otra manera, estuvieron rondándolo. Para citar solo tres: el compositor y maestro rural de Humahuaca, Ricardo Vilca; el notable músico de Tilcara, Tukuta Gordillo, y el extraordinario crooner de Purmamarca, Tomás Lipán.
Su forma de hablar, esas maneras melodiosas y como cansinas, era un complemento de su música. Sabía usar el fraseo con la tonada exacta y los silencios. Como dice su hijo Juan Cruz: “Te ponía en la obligación de escuchar sus silencios”. Le interesaba la palabra, y en ese aspecto también siempre estuvo bien rodeado. Fue amigo de gente como Jaime Dávalos, el poeta Tati Lazo, el dramaturgo Ismael Hasse, el cantautor español Paco Ibañez, charlistas de sobremesas que entendían como él a la cultura como un hecho político.
Tuvo una vida inasible en su riqueza, atravesada por su doble condición de símbolo de una región, de una geografía y de su paso cosmopolita. Partió de la tierra árida, de la roca, para incorporar elementos mundanos. Chicha y malbec. En su rostro se concentraban los sinsabores de su origen: una sonrisa blanca, una mirada triste. Por eso fue un fenómeno del vivo más que del disco: había que verlo. Tocaba con los ojos cerrados, realizaba movimientos corporales espasmódicos y sugería en cada gesto un intento de elevación. Esos ademanes correspondían al carácter espiritual de las músicas andinas. La soledad de los valles, esos paisajes de belleza abrumadora, son manifestaciones unívocas de una metafísica que puede ser religiosa o existencial. Por eso el sino cósmico de muchas bagualas, vidalas y coplas. Por eso el charango es más que un instrumento de cuerdas: integra el reino animal, es paisaje y exhala una vibración que suena ancestral. En la estandarización de la industria discográfica, el charango y su sonido ha degenerado a veces en resbaladizas músicas new age. Jaime Torres fue consciente de eso, y también de las trampas del consumo del exotismo por parte de los Estados Unidos y de países de Europa. Sabía el abismo que separa lo sagrado y lo profano, ser la cara de un instrumento y ser su caricatura.
La Misa Criolla representó, entre muchas cosas, la –hasta ese momento imposible– unión de dos instrumentos: uno, emblema de los grandes salones europeos; el otro, condenado a su condición campesina y pastoril. Como dice Facundo Ramírez, pianista como su padre Ariel: “La combinación de algunos sonidos que hoy aceptamos con naturalidad, hace 50 años produjeron una revolución sonora. ¿A quién se le hubiese ocurrido crear un dúo con un instrumento característico del Altiplano con otro de surgido en el viejo continente allá por 1700? A mi viejo. Cuando conoció a Jaime y con la Misa criolla, ya nada fue igual para nuestra música. Y después vino Mujeres argentinas, con Mercedes Sosa, Domingo Cura, mi viejo y Jaime... Y el resto es historia conocida. Revisar las grabaciones de Jaime con mi padre ayuda a entender que estos maestros inventaron todo lo que hoy está incorporado como información musical. Son discos profundos, modernos, rigurosos estilísticamente y llenos de swing”.
LA MONTAÑA ES LA MONTAÑA
El buen gusto de Jaime Torres era parte de una alta inteligencia emocional. No se juntaba con cualquiera. Digamos apenas que de jovencito giró por Japón e hizo amistad con un pianista clave de la renovación llamado Eduardo Lagos, que en su paso por España se dejó envolver por el flamenco y por Paco De Lucía, que en París hizo migas con el Tata Cedrón y que más acá en el tiempo descubrió un poco a instancias de sus hijos grupos de rock y aledaños como Divididos, Catupecu Machu y Me Darás Mil Hijos. En esos hallazgos echaba rienda a su enorme capacidad de hacer amistades y, a su vez, de reunir gentes diferentes a su alrededor.
El Tantanakuy fue donde logró condensar esas inquietudes, esa manera abarcadora de entender el arte. Fue una de sus más queridas creaciones y hasta donde su salud lo permitió dejó sangre, sudor y lágrimas para programarlo y para obtener apoyo en despachos oficiales. Pese a que tuvo ofertas, se opuso obcecadamente a cualquier intento de esponsorización. “No cuenten conmigo para que quedemos bajo un cartel de Coca Cola”, dijo. El Tantanakuy lo pensó junto a Jaime Dávalos y otros agitadores en la década del 70 como un sitio de reunión de músicos, artesanos, cineastas, titiriteros, filósofos, poetas. Al ritmo de los vaivenes políticos y económicos del país, se discontinuó. Uno de los últimos que mostró la máxima expresión del influjo de Torres fue el Tantanakuy del 2009. Hace diez años ocurrió el milagro de que durante un puñado de días, a más de 3000 metros de altura, se reunieran el Tata Cedrón, Horacio Fontova, Mavi Díaz, Franco Luciani, Jorge Negro González, el Perro Santillán, Carolina Peleritti, Bicho Díaz, José Curbelo, Tukuta Gordillo, Tomás Lipán, Fortunato Ramos, Coya Mercado, Víctor Velázquez, Paola Bernal, Humahuaca Trío, Arbolito y tantos más que, entre música, poesía, las proyecciones de cine de Aldana Loiseau y de Ricardo Acebal, topadas de payadores versus copleras y una gastronomía de la zona de empanadas, cabrito y asado de llama, reflejara cabalmente el espíritu del encuentro. En los últimos años, cuando le empezó a fallar el cuerpo cascoteado, Juan Cruz Torres tomó la posta contra viento y marea. “Hay un legado. Por él aprendí a amar el charango, sus orígenes... Cada vez que lo toco es un diálogo íntimo y de acercamiento hacia él con respecto a lo musical, a lo poético. Pero en su forma más amplia el legado tiene que ver con La Casa del Tantanakuy. De alguna manera me fui preparando para esta posta. Porque el centro cultural se inauguró en 1998 y mi mujer Aldana y yo comenzamos a realizar actividades y a vivir allí, en Humahuaca. Estamos en plena actividad con talleres de cine, teatro, banda de sikuris, estudio de grabación, piano, biblioteca, tejido en telar, costura, danzas. Nos fuimos preparando, armando proyectos, generando actividades y tendiendo puentes. Como lo quiso papá”, dice Juan Cruz.
Aldana es Aldana Loiseau, hija de Caloi. La relación entre Jaime Torres y Caloi es de vieja data y se proyectó en una familia compartida. Ahí está Juan Cruz, la semana pasada, frente al cajón de su padre, en la cochería, en la intimidad familiar. Otra vez el legado: toca el charango que le preparó especialmente Jaime, ríe y llora. Todos ríen y lloran y cantan una canción, “Sabana esperanzada”: “Un grito ancestral/ quiebra el cielo en dos/ Un pájaro de fuego enloquecido/ Soy como el palmar/ grito en el desierto/ Mi felicidad es soñar despierto”. Hay algo mántrico en ese vals venezolano que Jaime Torres le entregó a Tute. “Ponele una letra”, le dijo. Tute demoró un tiempo, no podía desentrañar la línea melódica y al final dio con un texto. “Es la última canción que compuso, y la última que escuchó”, dice Tute. “Me costó: le tuve que pedir a Jaime un tarareo, para apoyar la letra sobre la melodía. Tengo una conexión muy fuerte con Jaime. Somos familia. Nuestras sangres están mezcladas: dos de sus nietas son mis sobrinas. Mi hermana Aldana y Juan Cruz están juntos hace muchísimo. Nunca voy a olvidar que luego de la muerte de mi viejo me dijo: ‘Mirá que ahora miro con cuatro ojos: los míos y los de Caloi’. Asumió un rol paternal de alguna manera. Las casas de mis viejos y la de él quedaban cerca: de la calle Defensa a la calle Piedras se había formado un corredor, porque la de Jaime era una casa de puertas abiertas. ‘Sabana esperanzada’ fue grabada para mi disco Canciones dibujadas, con Jaime al charango y las voces de Ricardo Mollo y Charo Bogarín. El video es una animación de Aldana”.
LA VUELTA AL ORIGEN
Ahondando en su biografía, se pueden observar otras claves que su enigmática figura proyectó. Era tucumano, hijo de bolivianos, se sentía un porteño más pero se reconocía como jujeño. “¿Por qué va siempre para Jujuy, maestro?” le preguntaron. “Porque me gusta sentirme así de chiquito como soy”, respondió.
Aprendió a tocar el charango orejeando a un amigo de su padre, Mauro Núñez. Tenía un toque esencial, con una técnica personalísima: priorizaba la economía y el sentimiento a la técnica. Como dice Rolando Goldman, director de la Orquesta Argentina de Charangos, “la contundencia de su interpretación posiblemente se deba a la síntesis de notas simples y acordes sencillos con la potencia de la ejecución, incluso hasta con gestos silenciosos. En esa sensibilidad que transmitía está quizás su mayor valor artístico. Decir que Jaime Torres es sinónimo de charango, puede parecer un lugar común. Pero no lo es. Muchas veces me sucedió que alguien al ver mi charango dijera, simplemente: ‘Jaime Torres’”.
“Uno cree que el instrumento es bastante más de lo que se conoce. En las distintas formas de expresión que me fueron proponiendo, yo siempre traté de hacer mi música partiendo de una unidad conceptual, en libertad, y en ningún momento faltando respeto o trasgrediendo absurdamente”, le decía Torres a Karina Micheletto. “Quiero decir, yo no sería capaz de tocar ‘Pájaro campana’ para lograr el aplauso. Hay cosas que son muy hondas, reminiscencias de melodías antiguas, profundas... son cosas con las que no se puede joder. El charango es un instrumento que no ha sido tomado en cuenta. Ha permanecido en sombras porque durante años a nadie le hacía sentir orgullo.” Teresa Parodi define el charango de Jaime de una manera hermosa: “Hablador, ligerísimo y noble, genuino y etéreo. Develó la pureza de un legado antiquísimo con destreza y ternura. Sus manos celebrantes volaban sobre las cuerdas y empujaban al baile pero de pronto mínimas soltaban sutilezas de belleza estremecedora”.
Una faceta de su obra bastante ignorada fue el canto. Escondía la voz, pero tenía –como buen músico que le gusta cantar, desde Aníbal Troilo hasta Dino Saluzzi o Luis Salinas– una entonación dulce, carente de cualquier afectación. “Cómo voy a cantar si existe Tomás”, decía, por Lipán. Tenía la costumbre de mencionar a la gente por su nombre de pila, hecho que enloquecía a los periodistas gráficos. Así, había que develar que “Miguel Angel” era Estrella, “Ricardo” era Vilca o Mollo... El problema máximo lo proponían apodos como Pacho o Paco, que podían referir a O’Donnell, Ibáñez, Hasse o Urondo. Lo hacía un poco de taimado: tenía un humor fino, manejaba una ironía muy delicada. Si pasaba mal un semáforo podía comentar con acento coya: “No estaba taann rojo”. Una de sus frases de cabecera, que al pasar refería al prejuicio de su origen, era: “Soy coya pero no mastico vidrio”.
Hay que escucharlo cantar, por ejemplo, la versión de “Nostalgias tucumanas” del disco Altiplano, que compartió con el flautista de Costa de Marfil, Magic Malik, y con el percusionista cordobés radicado en Francia, Minino Garay. No la entona entera, es apenas una frase, una rúbrica de la zamba: Torres pone el énfasis exacto y en su voz la zamba se completa y se escucha, sí, tucumana. El álbum es de 2008, totalmente experimental, y una buena muestra de su apertura estilística. Había ido aún más lejos en Electroplano (2007) junto a Alejandro Seoane, de Buddha sounds: un peculiar chill out de charango y electrónica con clásicos fatigados como “El humahuaqueño” y “El cóndor pasa”. Él sabía reírse de la relación de los instrumentos y la electrónica: “Cuando me preguntaban: ¿y usted nunca se animó a mandar el charango por línea?, yo contestaba: cuando encuentre un buen electricista, quizá lo piense. ¡Lo que necesito es un cable a tierra, no un cable para el charango!”.
Pasará a la historia como el artista que puso al charango en los escenarios del mundo. Y como el hombre que visibilizó una cultura sumergida de soledad, tristezas, carnavales y Pachamama, y que entendió cabalmente las sentencias que Atahualpa Yupanqui reunió en El canto del viento. En una de sus últimas entrevistas dijo: “Se pueden lograr unas cuantas cosas sobre un escenario en poco tiempo y en cualquier idioma, pero yo no aprendo nada allí. La paso bien, me siento acompañado aunque esté solo, cierro los ojos y estoy en mi paisaje interior. En casa, cuando toco, trato de ver el gesto de mi nieto, de algún familiar que ande por ahí. En cambio, en el escenario, a la inversa, cierro los ojos y estoy con todos los que han vivido, los que siempre estuvieron cerca de mí. Pienso en los grandes artistas que se nos van, esos que nos alegraban el alma, que nos mostraban que había algo que no se corrompía. Uno está rodeado de esta cosa mágica y misteriosa que se produce en los escenarios”.
“Esos artistas que nos mostraban que había algo que no se corrompía”, dijo. Ese era él y así fue Jaime Torres: incorruptible. Duro y tierno como su instrumento, la sonrisa blanca y la mirada triste. Había que verlo: tocando en un asado en Hornaditas o en un pequeño palco en Humahuaca. La piedra, el aire seco quebradeño, el cielo de un azul imposible, las cholas sentadas por ahí, las copleritas mirándolo como si vieran a un gigante, las cuerdas del charango que vibran e interrumpen el silencio. La armonía cósmica del hombre y su paisaje, la eternidad.
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