A 45 años del inicio del ciclo
que cortó la sequía de títulos millonarios, tres glorias de aquel equipo, Fillol, Alonso y Morete recuerdan al DT campeón con River en 1975; y su
hijo Omar recuerdan el legado del mítico entrenador.
Por Malva Marani
La de Ángel Amadeo Labruna
sacando campeón a River tras 18 años sin títulos es una historia de fe. Labruna
creía en sus jugadores, ellos creían en su entrenador. Pero construir esa fe,
la que sacó a River del oscuro pozo hace 45 años, no fue magia: fue obra de
Angelito Labruna , que en una labor artesanal y cariñosa, fue armando
lentamente un vínculo fundado en la fe –quizás el único vínculo entrañable que
existe– con cada uno de sus futbolistas.
Las figuras de aquel campeón del
Metropolitano 1975, cada uno de ellos, tiene su escena inolvidable con Labruna,
aquella en la que Angelito lo eligió como una pieza imprescindible de un equipo
campeón. Labruna amaba a River –"era la historia viva del club", le
dirá a este diario el Pato Fillol– y sólo concebía posible un modo del fútbol,
ofensivo y espectacular, pero la historia que le permitió al Millonario volver
a salir campeón es, esencialmente, una historia de fe: la de un técnico que
quiso desde el principio a sus jugadores, que los supo imprescindibles y que
les hizo creer, desde el primer día, que juntos iban a llevar a River a la
gloria otra vez.
Aquella historia comenzó exactamente
hace 45 años. Omar Labruna, hijo de Angelito, recuerda que algo se movilizaba
adentro de su papá aquel enero de 1975, cuando llegó a la institución de Núñez.
"Estaba muy ansioso por volver a dirigir a River –se acuerda Omar, en
diálogo con el suplemento Líbero, de Página 12–. Ya lo había dirigido en el
'63 y entre el ‘67 y el ‘70 y no había podido salir campeón. Apenas llegó,
dijo: 'Vengo a River para salir campeón'. Ese verano empezó a armar el plantel:
quería un equipo ofensivo que saliera a ganar en todas canchas, que fuera
avasallante, y buscó la mezcla de jugadores jóvenes y experimentados, porque la
mochila de la sequía era pesada".
El
equipo que armó Labruna en el verano de 1975.
Pero el campeón que se
consagraría con su público el 17 de agosto de 1975 ante Racing (aunque el
título lo ganó una fecha antes, ante Argentinos, sin los titulares por una
huelga de aquel momento), empezó a nacer en su cabeza mucho antes. En el ‘70,
en su paso previo como DT millonario, había hecho debutar a Carlos Manuel
Morete, quien sería goleador del Metropolitano. En el ‘73, como entrenador suyo
en Racing, convenció al Pato Ubaldo Matildo Fillol de pasar a River, donde lo
querían. Y desde el banco de Rosario Central, a quien consagró campeón del
Nacional ‘71, alimentaba el ego futbolístico de quien sería uno de los máximos
ídolos del club: Norberto Beto Alonso. "El me gritaba cosas en los
partidos que jugábamos en contra y yo le respondía. 'Si no soy una
preocupación, ¿porque mandás dos tipos a marcarme?’", recuerda con cariño
el histórico 10 de aquel River.
Labruna estaba armando la columna
vertebral del equipo que le devolvería a los hinchas el grito de campeón.
Convenció también a Roberto Perfumo, que por entonces iba a dejar el fútbol, y
se trajo a Pablo Comelles y Héctor Artico para consolidar el fondo, a quienes
conocía bien de su paso por Talleres. Además de Alonso, en ese medio serían
claves "Perico" Raimondo –otro pedido por Labruna–, Reinaldo Merlo y
Juan José López, quien también abastecía a los tres de arriba: Pedro González,
Más (ambos refuerzos del "Feo") y Morete.
Aquel enero, con su chapa vigente
de máximo goleador del fútbol argentino (con 293 goles, junto a Arsenio Erico),
el mayor artillero en la historia de los superclásicos (con 16 conquistas) y
uno de los emblemas de La Máquina se calzó el buzo rojiblanco otra vez en busca
de revancha. Y la primera charla con su plantel fue, justamente, algo así como
una lección de historia.
"Su llegada revolucionó el
mundo del fútbol. Nosotros, los jugadores, sentimos que llegaba la mística
ganadora al club. Lo primero que quiso fue que entendiéramos la manera de jugar
de River y nos hizo saber que teníamos que ser fieles a su historia. Nos contó
toda la vida del club y lo que quería la gente. Nos dijo que River tenía que
salir de ese letargo de 18 años y que nosotros lo podíamos sacar", hace
memoria Fillol, en diálogo con Página 12. “¡Me estás hablando del más grande!
–dice Morete, del otro lado del teléfono–. Me acuerdo que nos dijo: ‘Muchachos,
yo soy un hombre de culo. Y este año rompemos todo, se nos va a dar'”.
Del juego, dicen, hablaba lo
necesario. "Se hablaba poco de fútbol, no lo necesitábamos demasiado
–explica el Beto–. ‘¿Qué te puedo decir? Hacele un poquito de sombra al cinco y
nada más, jugá’, me decía. Con Angel nos mirábamos y yo sabía lo que él quería
y él, lo que yo pensaba". "Nos hablaba en idioma de potrero y era un
tipo sabio: él supo armar nuestro plantel con jugadores del club y otros más
experimentados y nos hizo rendir al cien por cien", cuenta Fillol.
El último título de River, antes
de que comenzara la sequía de los 18 años, había sido en 1957, en un equipo en
el que se destacaba Labruna como jugador. Quizá por su época de artillero letal
o por el disfrute de haber sido parte de la mítica Máquina, lo cierto es que la
mirada del Angelito entrenador también era hacia adelante. "Sin querer
comparar, nuestro juego se parecía a lo que es River hoy. Un fútbol ofensivo.
Era un espectáculo ver ese River", explica Fillol. "Él quería que el
equipo ataque y logre, como mínimo, 10 opciones de gol por partido, daba igual
si éramos locales o visitantes –agrega Morete–. ‘¿Qué les parece muchachos?’,
nos decía y cada uno daba su opinión. Nos daba el placer de poder dialogar con
él. Era un capo, loco. Un adelantado".
Ángel hizo debutar a Omar Labruna
en el ‘77 y, a partir de entonces, compartieron
la relación entrenador-jugador hasta el '81. Omar tenía 18 años cuando
River se consagró en el Metropolitano, hace 45 años, y recuerda que su papá les
daba una palmada en el pecho a sus futbolistas, cuando salían del túnel rumbo
al césped. "Le quitaba las presiones a sus jugadores –cuenta–. Jugó al
fútbol hasta los 41 años, fue goleador y ganó muchos títulos, y toda esa
experiencia de tantos años le daba tranquilidad. Siempre les decía que las
presiones y responsabilidades eran de él, que ellos jugaran".
Una de las definiciones perfectas
de Labruna la aporta Fillol. "Creíamos totalmente en lo que él nos
decía", resume el Pato. "No nos vamos a caer ahora, no vamos a ser
tan pelotudos", se acuerda Morete que les dijo cuando, en la recta final
del Metropolitano, aparecieron los fantasmas del título esquivo. El equipo
había perdido tres partidos consecutivos, ante Atlanta, Newell’s y Boca, y
Alonso, una de las principales figuras, estaba sancionado y tenía que cumplir
seis fechas sin jugar.
La historia de este título de la
mano de Labruna, se dijo al principio de esta nota, era una historia de fe. Y
es que, más allá de su ojo clínico para armar y consolidar aquel plantel,
quizás su principal virtud haya sido la confianza ciega con que abrazó a cada
jugador, creyendo en ellos aun más que ellos mismos.
Una escena que recuerda Morete
sobre su historia con Labruna lo pinta en aquel mágico don: "En el ‘81, me
había comprado Boca y había jugado poco, y a fines de ese año me fui a Mar del
Plata de vacaciones con mi familia. Aquel verano, (Rodolfo) Talamonti, el
ayudante y amigo de Labruna, me fue a buscar dos veces a Mar del Plata: Ángel
estaba en Talleres y me quería, pero yo ya no quería jugar más. Al final, me
dejó el pasaje a Córdoba en la playa y me dijo: ‘Decíle vos, en la cara, que no
querés ir’. Así que me tomé el avión y Labruna me recibió con un abrazo y un
beso. Le expliqué que el domingo empezaba el campeonato y que yo llevaba tres
meses sin hacer nada. ‘No te calientes, empieza el partido y vos empezás a
jugar, y si te putean, que te puteen’, me dijo. Los primeros cuatro partidos no
la pude meter, pero después hice goles en los 13 partidos que siguieron y
terminé con 20 goles en 20 partidos. ¡Y yo me iba a retirar! Al goleador lo
tenes que esperar siempre. Están los técnicos que, si el delantero no la mete,
a los 15 minutos del segundo tiempo lo sacan. Y están los técnicos que creen en
los jugadores. Ese era Labruna”.
Dice su hijo Omar que la última
fecha con Racing, cuando no se pudo jugar el segundo tiempo porque los hinchas
invadieron el campo de juego celebrando la gloria esquiva, fue el día más feliz
en la vida de su papá: "Lo recuerdo en el centro de ese Monumental que reventaba
y los jugadores llevándolo en andas. Me grabé su felicidad. Fue una alegría
inolvidable para él y yo nunca me la voy a olvidar". Parece que esa era la
hora de River. Y aunque siempre dijo que no había querido ser relojero como su
papá, aquel enero Angelito llegó para ser el artesano que supo combinar las
piezas exactas para reparar una tristeza que duró 18 años y para darle la
cuerda a unos nuevos tiempos de felicidad.
Fuente: Página 12
No hay comentarios.:
Publicar un comentario