Amigos quiero compartir un escrito de Valeria Parente publicado en Newsweek, donde expresa su duda de que muchos de los genocidas lleguen a ser condenados a raíz de la edad de la mayoría de ellos.
Yo siento que se piensa que la tortura es nada más cuando usan picana, pero los que pasaron por el centro clandestino estuvieron todo el tiempo siendo torturados. Yo entraba al sótano de la ESMA y escuchaba gritos de otras personas. Ver pelos pegados en la pared con sangre… eso es tortura”, relató ante los jueces Miguel Ángel Lauletta, sobreviviente de la Escuela de Mecánica de la Armada durante la última dictadura. Testimonios similares se replican por cientos en los doce juicios orales y públicos que se están realizando, en la actualidad, en todo el país. Es la primera vez, desde la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, en agosto de 2003, que se efectúan tantos procesos en simultáneo. El último informe de la Unidad Fiscal de Coordinación y Seguimiento de las causas por violaciones a los Derechos Humanos cometidas durante el terrorismo de Estado indica que hoy hay 783 represores procesados y que el número de personas con al menos una causa en etapa de juicio oral podría ascender a 456.
Hace exactamente 25 años, el 9 de diciembre de 1985, otra historia se escribía. Ese día, León Arslanián, presidente de la Cámara Federal que juzgó a los comandantes, leyó la condena a reclusión perpetua a Jorge Videla y Emilio Eduardo Massera. Y las sanciones menores o absoluciones para otros siete comandantes. En diálogo con Newsweek, Arslanián señala que nadie puede dudar de la naturaleza de carácter moral indiscutible que tuvo el juicio, “que en los efectos terminó en 1985, pero sigue proyectándose en los actuales”.
Víctor Basterra, quien permaneció secuestrado en la ESMA desde 1979 a 1983, declaró en el primer Juicio a las Juntas y este año volvió a hacerlo, como testigo, en el primer proceso oral que se sigue a 18 represores de la Armada, muchos de ellos sus torturadores directos. “Lo que distingue a los juicios actuales es que hay más elementos para juzgar a estos tipos. Después de esto nadie podrá llamar ‘excesos’ a la tortura y los asesinatos. Cierran una etapa”, dice.
Como Basterra, Ana María Careaga declaró en 1985. Sobreviviente del “Club Atlético”, volvió a relatar su calvario este año por partida doble: en la causa por los crímenes cometidos en el circuito represivo conocido como ABO (acrónimo de los centros clandestinos Atlético, Banco y Olimpo) y en el juicio de ESMA por la desaparición de su mamá, Esther Ballestrino de Careaga, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo secuestradas por la patota que comandaba Alfredo Astiz. “Estos juicios demuestran la sistematización, planificación y alcance del genocidio”, sostiene Careaga. Coincide el fiscal de ABO, Alejandro Plagia: “No se trata de la simple suma de delitos comunes, sino de un plan sistemático donde la autoridad decidió exterminar a un grupo masivo de personas consideradas enemigas”.
Los testimonios revelan una carga de crueldad inimaginable. Carga que dejó una marca de espanto y horror que el escritor Juan José Saer llamó “lo imborrable”, no sólo en el cuerpo de los sobrevivientes, sino en el imaginario social. Pero la gran pregunta que hoy desvela a jueces, fiscales, sobrevivientes y familiares comprometidos con el avance de las causas es: ¿cuándo va a terminar todo esto? El juez Carlos Rozanski presentó un proyecto al Congreso de la Nación en 2007. En el mismo proponía unificar causas por circuito represivo. A modo de ejemplo, indicó que de las doscientas causas correspondientes a la Provincia de Buenos Aires, cien estaban radicadas en los tribunales de La Plata. “De seguir así estamos frente a la posibilidad de tener juicios durante los próximos cien años, algo que no es viable ni aceptable”, lanzó en su momento. Su propuesta aún no tuvo eco.
“Siendo generoso, la causa ESMA, de la que sólo se elevaron a juicio tres tramos, puede finalizar en ocho o diez años más. Estamos hablando de un centro clandestino en el que estuvieron detenidas cinco mil personas”, calcula Basterra. Careaga menciona el peligro de “un punto final biológico, dada la edad de los represores”. Esa fragmentación también atenta contra los sobrevivientes que deben presentarse una y otra vez a declarar en condición de testigos en las distintas causas. “Y eso es revictimizar a las víctimas, porque se trata de situaciones muy traumáticas”, apunta, al tiempo que marca que desde 1985 declaró nueve veces en juicios orales, sin contar las denuncias internacionales y las causas de instrucción.
La desaparición de Jorge Julio López y el asesinato de Silvia Suppo, testigo en distintas causas de Santa Fe, ponen de manifiesto los riesgos eventuales para la seguridad de los testigos. Y sin embargo, el recuerdo del horror y el afán de justicia siguen movilizando. Careaga, a quien secuestraron embarazada cuando tenía 16 años, dice que para los represores ella era un pedazo de carne al que podían agujerear, golpear, matar o impedir morir. “Por eso, que estén sentados allí por los delitos aberrantes que cometieron es en sí mismo un acto de justicia. No para mí, sino para todos los desaparecidos”, asegura.
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