Por
Periodista. Ex profesor de Técnica Periodística en el Círculo de la Prensa.
Soy periodista jubilado. Muchas veces cuando me preguntaban sobre mi oficio decía ‘soy empleado de una editora de diarios’. Hace poco rebusqué entre mis papeles un material que recogí en 1962 que usaba para explicar la censura a los alumnos. Grondona era funcionario del gobierno de Guido que derrocó a Arturo Frondizi.
He comenzado a escribir sobre mis 100 aventuras diversas, elegidas entre otras muchas que cualquier persona puede vivir en una vida. La mía es una forma de eludir esa vanidosa tendencia a redactar una autobiografía, puesto que todos creemos como la cosa más importante de la humanidad al proceso individual que logramos vivir. Pienso que esta inclinación se agudiza cuando también llegamos a lo que se dice “una edad avanzada”.
En 1962, estaba haciendo mis primeros trabajos en el diario Clarín, soñando con ejercer el periodismo y contento por haber podido ingresar en un medio que comenzaba a tener cierto nombre. Estaba asignado a la sección Internacionales, que en realidad eran cinco escritorios con cronistas dedicados rutinariamente a transcribir los cables que llegaban por las teletipos. Allí aprendí a cerrar páginas sobre el plomo que elaboraban las linotipos y las Ludlow, cosa que me vino muy bien para mi posterior carrera periodística.
Eran los días de aquella crisis política y militar que luego se llamó “azules-colorados”, y me metí a cubrir algunas de sus peripecias enganchándome en los equipos donde compañeros más veteranos salían para seguir las andanzas de los grupos militares que se enfrentaban por calles y campos. Así pude vivir experiencias atemorizantes en donde me rozaron tiroteos y hasta un bombardeo nocturno. Quizá me creía un cinematográfico corresponsal de guerra durante esas jornadas sin horarios ni definiciones, pues hasta en el regreso a la sala de redacción casi me sentí condecorado por el entonces jefe, Luis Clur, quién me felicitó públicamente por mis esforzadas tareas. Tanto entusiasmo me llevó a quedarme dentro de la redacción, más allá de mi horario habitual.
El miércoles 19 proseguía la crisis, con reuniones de militares “azules” en Campo de Mayo mientras el presidente impuesto se debatía bajo las presiones de los militares “colorados”, que en gran parte lo rodeaban junto con funcionarios del mismo sector, más antiperonistas que los otros. Al anochecer el diario cerraba su edición del día 20, con guardias organizadas para abrir últimas ediciones hasta las tres de la madrugada.
De pronto, llegó una orden desde el Ministerio del Interior, que estaba a cargo del doctor Rodolfo Martínez, para que se interrumpiera el proceso de impresión hasta que se hiciera presente un funcionario encargado de supervisar los textos que se irían a publicar.
Esta era una medida insólita, aun dentro de las insólitas situaciones que se presentaban esos días, con brigadas de tanques y de artillería desplazándose por zonas del Conurbano, entre la curiosidad y la expectativa de la población.
Ante este anuncio, el propio jefe de la redacción se pronunció a viva voz delante de la mesa de media docena de prosecretarios que lo secundaban: “¡Esto es censura previa, prohibida por la Constitución!”
Hubo nerviosas consultas y hasta se lo llamó por teléfono al doctor Roberto Noble, director del diario que estaba ya en su casa, quién dispuso se acatara la orden gubernamental. Pese a sus públicas y permanentes manifestaciones en pro de la libertad de prensa, siempre eran notorias sus definiciones hacia actitudes prudentes y de no confrontación con las autoridades de turno, procedimientos que justificaba como “defensas de la fuente de trabajo” para muchos trabajadores.
A las 21:30 llegó al diario un joven delgado y elegante, que primero entrevistó a los directivos a cargo y luego fue llevado hasta un recinto anexo al taller, que entonces se encontraba vecino a la gran oficina de redacción (o “cuadra”, con cierta connotación turfística). El visitante no sabía leer las galeras elaboradas por las linotipos y menos las páginas armadas dentro de marcos metálicos, llamadas ramas, donde estaba alistado (y como sellos inversos) el contenido a publicarse, cosa que originó ironías y bromas de parte del personal gráfico. También entre los redactores y jefes encargados del cierre de la edición hubo alguna resistencia ante el desconocimiento y la incomodidad del joven funcionario, pues en determinado momento había llegado a argumentar que poseía cierta experiencia periodística.
Finalmente, y amparado en su función, el encargado de censurar la edición superó sus limitaciones y requirió que se le brindaran pruebas de página de la sección dedicada a informar sobre la situación política. Uno de los veteranos operarios gráficos procedió entonces a entintar con un rodillo las páginas de plomo para colocar sobre ellas unas hojas de papel humedecido que presionó inmediatamente con un chato cepillo para imprimirlas.
Eran unas seis o siete páginas que seguidamente le extendieron sobre una mesa para que el visitante pudiera leerlas y ejercer su supervisión. Esta tarea le demandó casi una hora, pues no era fácil la lectura sobre cada hoja precariamente impresa, pero finalmente hubo que abrir varias páginas y retirar el material que este funcionario entendió que no eran convenientes para el ministerio que representaba.
Una vez ejercida esta restricción el joven funcionario autorizó que prosiguiera el proceso de edición, ante el ceño fruncido de los periodistas y gráficos. Refunfuñando, cuando el censor se retiró, el jefe de redacción propuso que el diario apareciera dejando en blanco los artículos censurados e informando a los lectores sobre la situación ocurrida, considerada una grave violación a la libertad de prensa. Sin embargo, primó la prudencia del director que desde su domicilio ordenó que se rediagramaran las páginas y se llenaran los espacios vacíos con avisos de relleno.
Aun en mi precoz aprendizaje del oficio periodístico y cuando me apersoné al rincón del taller en donde todavía trabajaban algunos operarios del taller, mi curiosidad hizo que levantara unos trozos de las páginas levantadas por este censor. Para no olvidarme, anoté en el papel algunos datos, que luego debí corregir (había puesto como fecha la del 20 de septiembre cuando en realidad el trabajo de censura había comenzado el miércoles 19). Un mes después en esa misma oficina de redacción compartí emociones más intensas. Era otra crisis, mucho más intensa porque se llegó a una escala mundial con el enfrentamiento entre la URSS y los Estados Unidos por los misiles instalados en Cuba.
Ah, el joven funcionario que ejerció censura previa en un diario se llamaba (y se llama) Mariano Grondona.
Tiempo Argentino
No hay comentarios.:
Publicar un comentario