Afortunadamente, el bicentenario de la independencia en varios países sudamericanos trae consigo una reflexión profunda acerca del significado que tiene tan importante conmemoración. No es menor; cumplir doscientos años como república independiente no pasa todos los días, y mucho menos en un escenario como el actual que, después de mucho tiempo, nos permite volver a pensar que somos un país independiente.
De alguna manera, estos 200 años funcionan –o deberían hacerlo – como una evaluación para todos: ¿qué hicimos y qué logramos en estos dos siglos?
La verdad es que la ocasión amerita que cada uno en su ámbito haga una crítica individual y/o colectiva y vea qué hizo bien y de manera honesta, y en qué se puede mejorar. O mejor, en qué podemos mejorar. Los intelectuales deberán evaluar si están a la altura de las circunstancias; los políticos, los empresarios, la sociedad misma debe darse cuenta de cuánto maduró y de cuánto le falta. Es posible que muchos no salgan con saldo positivo de tal prueba. Aunque, como suele ser la personalidad local, habrá quienes tendrán la complacencia de juzgarse benévolamente, y así, en silencio, ser absueltos por sí mismos.
Me pregunto cuál será el debate en la industria vitivinícola. Porque si bien forma parte integrante, e incluso icónica, del crecimiento genuino de la actividad productiva en nuestro país, sin duda hay temas que analizar y que evaluar. Entre otras cosas porque también estamos asistiendo al bicentenario de nuestra vitivinicultura: hace 200 años que bodegas y consumidores argentinos compramos y vendemos vino todos los días, y somos, desde siempre y por lejos, el pueblo que más lo disfruta en todo el hemisferio Sur.
Sería bueno que la industria no se aliene en su coyuntura exitosa y se anime a llevar adelante un debate profundo de sus puntos altos y bajos. ¿No es cierto? En todo caso porque el presente es sumamente auspicioso y sin dudas los enólogos, agrónomos y bodegueros actuales tienen para destacar más aspectos positivos que de los otros.
Pero así y todo, insisto, es clave una reflexión sin pudores y sin guardarse nada. Una reflexión que, de alguna manera, se establezca como un nuevo punto de partida desde el cual lanzarse a otros dos siglos de éxitos. Pero para ese “lanzarse”, es fundamental que el punto de partida sea sólido. Que sea real. No importa ya si está más o menos a la altura de lo que queríamos; más importante es que sea concreto, sin ningún tipo de grietas.
¿Qué hicimos –y hacemos– de nuestra vitivinicultura?, ¿fuimos fieles a nuestra tradición de país productor y consumidor de vinos?, ¿por qué con tanto potencial no llegamos más lejos?, ¿cuáles fueron nuestros aciertos y desaciertos?, ¿por qué da miedo ver cómo viticultores con medio siglo caminando la finca pasan desapercibidos y no tienen mayor renombre en el presente?
Si bien con asociaciones como Wines of Argentina y Bodegas de Argentina la industria ha logrado una institucionalidad sin precedentes (y lo ha hecho bien teniendo en cuenta su agraciada diversidad en cuanto al perfil de los productores), aún tiene sus heridas sin cicatrizar, sus egos insujetables y sus diferencias drásticas en cuanto a cómo mostrarse en los mercados del exterior. Incluso cuando el objetivo final de unos y otros es el mismo: que se consuma y se compre, aquí y en el mundo entero, más vino argentino.
Yo soy de los que piensan que quien no conoce su pasado, literalmente, no tiene idea de dónde está parado. O no sé si tanto, pero indudablemente no tiene los mismos elementos para juzgar su presente que quien sí logra enmarcar la problemática actual en su contexto histórico.
Ojalá la industria vitivinícola en particular, y la sociedad en general, logre apagar el barullo de la televisión con sus risas y culos, y pueda pensar en paz, sometiéndose a una balanza que nos muestre un lado y el otro. Quizá ese silencio nos ayude a ver de dónde venimos y hacia dónde vamos, y nos de un panorama más claro de lo que queremos ser. Como vitivinicultura y como sociedad.
Giorgio Benedetti
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