Por Eduardo Aliverti
Si la memoria y las comparaciones sirven para dar cuenta de todo, no sirven para nada. Y si no se las tiene en cuenta para nada, lo explican todo.
Entre esas dos variantes viene dándose la mayoría de los criterios que se aplican para examinar este fin de año enrarecido, convulso, crispado, atemorizador para muchos. Hace rato que nuestros diciembres tienen una dinámica particular. Seguramente desde 2001. Las causas que originaron el cierre de ese año fueron neutralizadas, pero no tanto sus efectos simbólicos. Aquel diciembre llegó para advertir que siempre puede estar de vuelta, aunque las condiciones objetivas no se repitan. Eso tiene todo lo bueno de que se permanece alerta. Y todo lo negativo de quienes confunden aserrín con pan rallado. En la columna del debe, basta con acordarse de cómo estábamos hace unos años y de refutar al bardo de los medios opositores. No es así. No basta con eso. No alcanza confiar en el relato de que se partió del subsuelo. Si se está a oscuras, es inútil recurrir a que la luz faltante no es, en política, igual a la del comienzo de la despedida de Alfonsín. No hay luz y chau. Y a cantarle a Gardel con que la culpa es de temperaturas del norte africano en un mes que no sabía tenerlas con intensidad consecutiva, ni con los abusos en la regulación del aire acondicionado, ni con que al fin y al cabo la oferta de megavatios no es suficiente porque el país creció más rápido que su capacidad de satisfacer la demanda. Hubieran avisado. Hubieran dispuesto de campañas comunicacionales eficaces, hubieran explicado, hubieran amortiguado; hubieran pensado y ejecutado, con mejores decisión y voceros, que para fin de año se venían problemas y operativos de desgaste, porque se está en medio de esto, esto y esto otro. El Gobierno no hizo nada de todo eso. Pegó un giro muy estimable con el nombramiento de Capitanich, pero tampoco puede reclamársele al jefe de Gabinete que resuelva de la noche a la mañana las carencias de una política de comunicación que, hasta aquí, consistió en descansar sobre la figura de la Presidenta y de algún tanque mediático contestatario (que claro que sirvieron y sirven, pero que no son una estructura sólida porque puede defeccionar, ya sea por la salud de Cristina, por agotamiento de repetición, porque el adversario es más rápido o por lo que fuere). La semana pasada, por ejemplo, Capitanich cometió el moco de reaccionar destemplado frente a un cronista de TN. Se sacó. Cayó en la “trampa”, que encima no fue producto de una bravata de cuarta sino de una pregunta bien hecha, respetuosa, legitimada por un ida y vuelta, abierto, que habilitó el propio funcionario desde que asumió. Está bien criticarlo: le preguntaron por la reglamentación ausente de la ley de trata y retrucó con el cumplimiento ausente de Clarín en cómo se ordena la grilla de las señales de cable. Pero, ¿eso da crédito a convertir el episodio en la madre de todas las batallas? ¿Es que el jefe de Gabinete perdió un estribo en conferencia de prensa, o es que les advirtió a las compañías de electricidad que están con la soga al cuello? ¿Es la destemplanza circunstancial, o es que el Gobierno reafirma que lo que falta queda dentro de lo que está? Capitanich le trajo dos problemas a la arquitectura “oficial” de los medios, que no es la de los medios oficiales. Uno es de estilo, porque habla todos los días bien temprano, convierte en viejos los diarios a las 8 de la mañana, y obliga a laburar en los portales contra la costumbre radio-televisiva de tirarse a dormir en la agenda de papel. El otro es algo más profundo: se creían que ese cambio de estilo era sinónimo de kirchnerismo aguachentado y, hasta ahora, es de reafirmación. En cualquier caso, no debe ser que la comunicación siga reposando en unipersonales. Ni debe ser que algunas o varias fallas de comunicación sean el centro del universo.
Un dirigente de movimientos sociales recordaba en estos días las jornadas de diciembre de 2001 y, con toda lógica, asentía que tienen razón quienes afirman que aquello estuvo armado. Y que también tienen razón quienes sostienen que fue espontáneo. En ese entonces, que queda tan lejos y tan cerca, fue decisiva la mano de alguna dirigencia influyente del PJ, con sus tropas del conurbano bonaerense altamente entrenadas en la gimnasia del disturbio y la violencia. Lo fue además la inacción cómplice de los dirigentes del radicalismo, si es que se quiere ser suave y no hablar directamente del vínculo entre las cúpulas de ambas fuerzas para acabar de una vez con la ineptitud, casi inverosímil, del gobierno de De la Rúa. Pero esa operación de socavamiento final, que culminaría con el senador Eduardo Duhalde como jefe de Estado, fue exitosa porque pudo montarse en un país con más de la mitad de sus habitantes sumergidos bajo la línea de pobreza, a un ritmo de 15 mil personas por día desde octubre de aquel año; cerca del 20 por ciento de desocupados; seis de cada diez hogares con niños y adolescentes impedidos de ingresos que les permitiesen acceder a alimentos básicos, y a servicios de salud y educación; un festival de papeles pintados, bajo la designación de cuasimonedas; un aparato industrial exánime; una clase media atrapada en corralitos y corralones. Como ya lo reflejaban las observaciones internacionales de esa etapa, un proceso de descomposición local de las relaciones de producción capitalista –que amenazaba o comenzaba a extenderse al resto del Mercosur– con afectación a buena parte de las empresas y de la banca mundial.
Ese tonelaje de nafta, hace doce años, indica que discutir sobre los porcentajes de estallido provocado y explosión natural no parezca tener mayor sentido. Sí lo tiene decir que el cotejo de aquella Argentina con ésta sólo puede ser obra de mentes enfermas, o de usinas que cultivan ciertas desmemorias colectivas. Y más sentido tiene aún cuestionar a los que olvidan qué y quiénes generaron aquel caos, como si las premisas ideológicas y los rostros, entre 2001 y ahora, fueran tan diferentes respecto de las opciones que están en juego. Desde ya que en ese comienzo de siglo no había, siquiera, la lejana esperanza de un surgimiento anómalo, populista en su mejor acepción, mínimamente redistributivo, elementalmente reparador. Pero sí había, o hay, o debió y debería haber, la certeza de que no fueron recetas de izquierda, ni populistas, ni “desarrollistas”, los conductores de ese infierno en que se desembocó hace doce años. Un infierno que hoy, con desparpajo inmundo, algunos medios y comunicadores –y tanto tilingo– pretenden emparentar con la actualidad porque hay cortes de luz, porque hubo saqueos y siguen los alientos a psicosis focalizadas, porque el Gobierno mostró imprevisión, porque se pierden reservas en el Banco Central, por las restricciones al dólar turista. En la volteada de aprovechamiento entra también el injustificable ascenso de César Milani. Y las policías y organismos de “seguridad” se transformaron en una suerte de Cenicienta a las que se les dio cuanto pretendían como si (ya que estamos y al pasar, valga la chicana) no hubiese venido exigiéndose justamente eso, por parte de los discurseadores de la mano dura. Pero no. No fueron ni de izquierda, ni hacia ahí, las fórmulas que nos llevaron a aquello de lo que se salió. Fueron el cumplir a rajatabla con las exigencias del Fondo Monetario. Fueron Cavallo y sus amiguitos que siguen siendo entrevistados como si tal cosa, por casi los mismos periodistas que asimismo siguen como si tal cosa. Fueron los de las relaciones carnales con Washington, satisfechos con la penetración pasiva. Fueron los funcionarios del área energética, coautores de haber desguazado las joyas estatales de la abuela: esos también andan parloteando alegremente en los órganos de prensa opositores, sensibles frente a los vecinos a oscuras y declamadores de tarifazos urgentes, sin que nadie les pregunte “¿Qué hiciste en la guerra, papi?”. Estos últimos merecen en la coyuntura una consideración especial, como lo destelló, ayer, la nota de portada de este diario. Ellos y sus gerentes mediáticos que usufructúan los yerros de corriente eléctrica, o los mensajes gubernamentales contradictorios sobre si avisar cuándo y en qué zonas se cortará la luz, para asimilar la situación a la de fines de los ’80. Lo que se “comen” es –nada menos– la mención de ese momento como ingrediente del combo que liquidaría a Alfonsín, al margen de las impericias de esa jefatura presidencial y del radicalismo gobernante. El objetivo se agota en bardear. Dicho ampulosamente, y sin por eso ignorar las duras críticas que merece el oficialismo por sus faltas de preparación y comunicación, esos medios y esos colegas son un ejército en operaciones de psicopateo.
La oposición, mientras tanto, continúa desaparecida salvo por actitudes de jueguito berreta para la tribuna republicanista, del tipo de fotografiarse con un monseñor para firmar que combatirán al narcotráfico. Allí fueron Massa, Macri, Binner, Stolbizer, Solanas, Sanz, Prat-Gay, el tano De Gennaro y (Patricia) Bullrich. Si, además de suscribir una de esas actas-compromiso a favor de la felicidad, se les conociese alguna opinión o propuesta de fondo en torno de las angustias argentinas, vaya y pase. Pero ni va ni pasa. El intendente de Tigre largó una frase que, curiosa o coherentemente, pasó inadvertida. Dijo que ojalá haya muchas más de estas fotos que “consigue la Iglesia”. ¿O sea –a confesión de parte– que la dirigencia de la oposición necesita del Espíritu Santo de una comisión episcopal para manifestarse armónica acerca de algún rumbo unívoco? Pues vaya con lo que nos espera, si acaso nos esperara semejante volumen de estadistas.
Este comentarista, por razones de respeto a la originalidad consigo mismo, lamenta repetir el tono y fondo del cierre de su columna inmediatamente previa. Pero no se le ocurre mejor cosa que insistir en la necesidad de no confundirse de enemigo, en este año que se va tan aparentemente confuso.
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