Siguiendo con los relatos realizados
hace 10 años con motivo del 25º aniversario del Museo; y que no fueran
publicados, hoy compartimos con ustedes la primera parte de un relato
perteneciente a la escritora cañadense María Rosa Barbaresi. En él, nuestra
querida colabora de la institución, hace un repaso de su infancia, sus primeros
pasos por la ciudad y su pequeño terruño.
PABLO DANIEL DI TOMASO
COORDINADOR DE MUSEOS Y PATRIMONIOS
MUNICIPALIDAD DE CAÑADA DE GÓMEZ
REMEMBRANZAS
Por María Rosa Barbaresi
1
El camino hacia la
escuela no era siempre el mismo. A veces cruzábamos la Ruta Nacional Nº 9
hacia el sur, llegábamos hasta el tanque de agua corriente de Bvard. Centenario
y Ayacucho, obra de una compañía rusa del año 1938, que siempre nos produjo esa
sensación de querer subir las escaleras hasta su interior misterioso. Estaba
allí, silencioso, erguido, inalcanzable... Hoy está igual... Al frente vivía el vasco Aramburu y su
familia, quienes recibían la leche de los tamberos que se levantaban a las tres
de la mañana para sobar pacientemente con sus manos las tetas de las vacas,
llenar los tarros de aluminio, cargarlos en la jardinera y llegar hasta lo del
vasco entre las seis y las siete. A la hora del desayuno, estaba la botella con
la leche aún tibia en la puerta de cada casa, todos los días. No era
descremada, no era pasteurizada...pero qué rica era!
y la Gacha
le contesta.
Concierto de madrugada
dirigido por estrellas.
Los perros ladran y ladran
para que nadie se duerma...
Llanura santafesina
acunada en mi cabeza....
(Fragmento de “Campo II” de Felipe Aldana)
Muy
cerca del tanque, con alambrado en su derredor y cerco de plantas, estaba la
quinta de Bianchi. El abuelo había llegado desde el Piamonte y la abuela de las
Vascongadas. Sobre esos terrenos don Luis Bianchi y su esposa Alfonsa Sabella
tenían su chacra donde sembraban maíz y también tenían vacas y caballos.
Luego
cambiaron de rubro y el predio se convirtió en un monte frutal con plantas que
traían desde San Pedro. El sabor de sus mandarinas era inconfundible, y al despegar la cáscara del fruto se
inundaba el aire y nuestras manos del olor al fruto que habíamos conseguido
trepados en la alambrada y estirando los brazos al máximo. Porque no era los
mismo entrar por el portón principal que obtener el premio con esfuerzo y
sacrificio.
2
Mi padre, que deseaba para mí la mejor educación, me había anotado en el
Colegio San Antonio de Padua, un instituto privado. El trabajaba de sol a sol
para que en la casa que compró con mucho esfuerzo, nada faltara.
En
tiempos de cosecha solía ir a juntar el maíz a los establecimientos rurales de
Bosco, Brillanti o Borgogno. Cuando estaba en los campos más cercanos a casa le
alcanzaba por las tardes la botella del mate cocido y el pan, compartiendo los
momentos de descanso entre los surcos del maizal. Las chalas herían sus manos,
ásperas y rugosas, y la maleta de cuero esperaba impaciente el fruto maduro de
la cosecha. Arrastraba esa maleta entre sus piernas horas y horas hasta el
anochecer. El jornal lo recibía por semana, de acuerdo con la cantidad de
bolsas que había llenado. Eran peones en negro o golondrinas. No regía la Ley N º
25193 que hoy obliga a inscribir al peón de campo.
Aquel rancho, aquel árbol, aquel trigal inmenso,
aquella trilladora que atravesaba el pueblo.
Se perdió en la llanura con su motor de fuego,
su vagón, su casilla, su carrito aguatero.
Aquel carro, aquel árbol, aquel poste de hornero
con música en el alma...No cambio mi recuerdo.-
(Fragmento de “La
Trilladora ” de José Pedroni)
Con
el tiempo ingresó a trabajar a la
Cerealera que Enrique M. Maier tenía sobre la Ruta 9. Había un galpón con
una balanza en su exterior para el pesaje de los camiones que traían el cereal
hacia los silos. Frente al galpón una planchada pavimentada que hacía las veces
de estacionamiento de camiones y donde una vez al año el señor Maier ofrecía
una fiesta con baile para sus empleados y agricultores con los cuales hacía negocios.
Posteriormente funcionó en ese lugar la Cooperativa Limitada
Agropecuaria Ltda.
(Fragmento de “El inmigrante” María Rosa Barbaresi)
3
Se hicieron doce silos
subterráneos de cemento. Allí, a través del chimango que chupaba el cereal
desde el camión, era depositado el preciado grano hasta su venta. Para
ampararlo de la lluvia se cubría con papeles especiales pegados con brea, tarea
que se hacía al amanecer para evitar que el sol impidiera el fraguado... Cuántos
amaneceres de brazos fuertes y manos quemadas por la brea caliente pasaron los
obreros de esa época! Hoy los silos han dado lugar a una calle, la Cooperativa ha dejado
de funcionar y en la planchada de camiones ya no ronca el motor del camión del
Beto Leonardi. La cultura del trabajo que traían los inmigrantes como mi padre,
que llegó como tantos otros a hacer la América , hizo que también trabajara en sus horas
extras en el horno de ladrillos de Modesto Lazzaroni ubicado al norte de la Ruta 9. El barro y el agua,
la azada mezcladora y los moldes de lata donde se depositaba el adobe hasta
secarlo al sol, eran los elementos que manejaban sus manos. Luego se los
cocinaba en los hornos preparados a tal fin para luego ser vendidos... Algunos
salían muy derechos, otros no tanto... Los primeros se usaban en las viviendas
más caras, los otros en las más humildes... A veces iba en bicicleta de visita al lugar, me subía a cuatro o cinco
ladrillos apilados y cantaba a los trabajadores, a pedido de mi padre, alguna
canción italiana.
Suona, suona mia chitarra
lascia pianger il mio cuore,
senza casa e senza amore
mi rimani solo tu....
Se la voce é un po velata
accompagnami in sordina
la mia bella Fornarina
al balcone non c’é piú.-
(Fragmento de “Chitarra Romana”, canción de Bruno y Di Lázaro)
4
Siempre me daban
algunas monedas como premio y eso para mi era suficiente. Nuestra casa tenía un
gran terreno por eso podíamos tener una quinta donde mi padre sembraba tomates, pimientos, zapallitos y alguna otra
verdura de hoja, que cuidaba celosamente para que nada impidiera su normal crecimiento. A un
costado, y separado por un alambrado estaba el gallinero con nidos individuales
para que las ponedoras cumplieran su función. En el chiquero todos los años un
cerdo era engordado para faenarlo en el mes de julio. Esto se convertía en una
verdadera fiesta a la que eran invitados algunos amigos de papá que le ayudaban
en la tarea. Al día siguiente, un costillar descansaba sobre la parrilla y la
leña chispeaba a cielo abierto para dorar la carne del convite.
También al norte de la Ruta 9 y a dos cuadrados de
la misma estaba Obras Sanitarias de la Nación o la Usina , con un chalet estilo victoriano donde
vivía el jefe y algunos galpones que albergaban las bombas para extraer el
vital elemento. Por el camino, dos construcciones con tejas rojas
correspondientes a los distintos pozos de la misma empresa. Algunos han quedado
para el recuerdo. Sobre el camino de tierra transitaban a diario en sus
bicicletas los empleados de la
Usina como Contino, Oliva, Bernasconi, quienes eran llevados
en un jeep en los días de lluvia.
En la esquina de Ruta
9 y Ayacucho estaba la garita del policía que vigilaba el movimiento del barrio
que crecía. Uno de ellos, tan servicial que ayudaba a cruzar la
Ruta a los niños que iban a la escuela, era el señor Guerino.
El policía era el guardián del orden, el que ordenaba el tránsito y el amigo de
todos.
También en esa esquina
paraban los ómnibus de pasajeros con destino a Rosario. Recuerdo haber viajado
con mis padres sentada del lado de la ventanilla para no perderme nada del
paisaje.
Campos, cardales,
trigo, alambrado, ganado y al llegar a la Estancia Del Sel, los
percherones, esos caballos inmensos que solían ganar premios en las
exposiciones de la
Sociedad Rural.
En Rosario todo era
movimiento, todo era urgente, cruzar la calle, caminar, entrar por puertas
giratorias y no encontrar la salida. Despegarme de las manos de mis padres era
perderme en un torbellino misterioso... Quería volver...
CONTINUARÁ...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario