Sport Club y un Quitalo Santucho niño... |
Hoy
compartimos con ustedes, amigos lectores, un relato de nuestro amigo José Luis
Cantori. Recordemos, que Cantori, por decisión de los familiares de Fioravanti,
tiene en su haber todo el archivo del recordado relator de fútbol y es uno de
los grandes historiadores deportivos de nuestra ciudad. Aprovecho la ocasión,
para retribuir a todos aquellas personas que nos hacen llegar sus
agradecimientos por estas notas, quiero decirles que sus emociones también son
nuestras y que seguiremos haciendo grande nuestro Museo y la historia de la
ciudad.
PABLO DI TOMASO
COORDINADOR DE MUSEOS Y
PATRIMONIOS
MUNICIPALIDAD DE CAÑADA DE
GÓMEZ
Por José Luis Cantori
Los
mejores recuerdos de mis años juveniles remiten al fútbol, uno de mis
pasatiempos preferidos junto con el cine, y atañe a la cancha del Sport Club
Cañadense, entidad y colores que llegué a querer a fuerza de estar allí cada
domingo. Como "el club de las chimeneas" también lo señalaban los
mayores, en clara alusión a la ubicación de sus primeras instalaciones, muy
cercanas a la legendaria y ya desaparecida Curtiembre de Antenor Beltrame, que
con su febril actividad de antaño acapara un pedazo importante de la historia
de Cañada.
Del
equipo de Primera División del Sport, evoco, entre otros, al guardameta
"Changuero" Olmos, al defensor "Chipi Chipi" Rodríguez, y
al mediocampista Anacleto Labrador (este jugador portaba uno de los primeros
apellidos "curiosos" que conocí). También jugaba Eduardo
"Quitalo" Santucho. Hacía su aporte, asimismo, un centrodelantero que
vestía la casaca número nueve llamado Fernando Boriotti, cuyo padre lo iba a
ver jugar todos los domingos, y tanto prodigaba entusiastas aplausos como
exagerados reproches por la actuación de su hijo. Y estaba, también, el puntero
izquierdo Pereyra, que formaba ala precisamente sobre ese sector del campo con
Santucho. Claro que aparecerán más nombres si agudizo un poco la memoria. O tal
vez ésta me traicione y se entremezclen un poco los hombres con las épocas,
pero no creo. De todos modos, ellos fueron los más representativos del equipo,
al menos para mí, cuyas admiradas figuras se conservan intactas hasta hoy en mi
memoria, a pesar de las varias décadas pasadas.
La
consigna dominguera era seguir a Sport cuando jugaba como local. O cuando
visitaba a los otros tres equipos de la ciudad, porque yo consideraba que era
como jugar de local, en su propia ciudad, que también era la mía. Y entonces,
por lo menos una vez por año, concurría a la cancha de América, en su
tradicional ubicación sobre Boulevard López, en tiempos en que los trenes
circulaban con innumerables frecuencias diarias, y no resultaba extraño que, a
la hora de salir de la cancha de América, los aficionados "de este lado de
las vías" tuvieran que esperar que el convoy terminara de pasar para poder
atravesarlas. O iba a la de Newell´s, en su antiguo solar sobre la calle
Lavalle, en la entonces casi despoblada zona oeste de Cañada, hoy transformada
en un barrio plagado de casas nuevas y progresistas. O a la de Everton
Argentino Juniors --que así se llamaba
el club por aquel tiempo-- que tenía su
cancha mucho más cerca de Marconi, y no como está actualmente ubicada, bastante
retirada de esta avenida, casi sobre la prolongación de Ocampo.
Esta
reminiscencia apunta a un domingo cualquiera, de julio o agosto, pero me
resulta imposible precisar el año. No así la década, que era la del sesenta. Las malas condiciones climáticas
estaban a punto de cancelar ilusiones, las propias y las de mis compañeros de
aventura-futbolística-dominical. Es que posiblemente el partido se habría de
suspender. La tarde amagaba tormenta. Todo el cielo encapotado, cubierto de nubes
negras y amenazantes. Entre tanto, las presunciones iban creciendo en boca de
los que más sabían, como que "sí lloverá"…"que no pasará nada"…
"que si lo hiciera ahora a lo mejor para la tarde mejora"…
No teníamos que
planificar nada, ya estaba todo decidido desde los comienzos de la temporada: a
las tres de la tarde debíamos partir hacia la cancha del Sport Club. La
caminata era de unas quince cuadras, pero por suerte, en ese tiempo habían
aparecido las primeras radios a transistores y aprovechábamos para escuchar las
transmisiones del fútbol profesional, que matizaban nuestras charlas. Con mi hermano
y un tío —siempre íbamos los tres juntos
a la cancha— emprendimos el camino. Pudimos haber ido en auto, pero tío Alberto
no quiso arriesgar la "integridad" de su flamante Fiat 600 recién
adquirido, por un partido de fútbol y sobre todo por las condiciones climáticas
descriptas. El "fitito", al que también lo denominaban
"bolita", era de aquel modelo con las puertas que se abrían hacia
adelante, al revés del sistema actual, dejando totalmente expedita la salida
del ocupante.
Puntualmente a las
tres de ese domingo no llovía. Entonces no existía impedimento alguno para
declinar nuestra rutina dominguera. Más aun, la posibilidad de la lluvia había
quedado como en suspenso, como futuro incierto, indefinido. Fuimos igual: no
nos arredraba la posibilidad de empaparnos.
De
esto han pasado más de cuarenta años. No recuerdo el resultado, ni siquiera el
rival del equipo local. Pero sí tengo
memoria de aquella antigua e histórica tribuna de cemento del club “celeste”, a
la que tuvimos que recurrir cuando todo se confirmó: aquellas nubes negras
presagiaban agua y ésta llegó. La gradería de cemento, con techo de chapas de
zinc, resultó escasa para la gente que intentaba refugiarse debajo de ella. Más
todavía: no sé si alcanzó a terminar el primer tiempo cuando el tiempo se
descarrió. Una tribuna de cemento que por sí sola marcaba una diferencia entre
la institución que la poseía y las demás de esta zona y por aquel tiempo. Con
una capacidad para casi medio millar de espectadores, fue construida en el año
1927, juntamente con las pistas de atletismo y de ciclismo, por gestión de la
dirigencia de entonces, presidida por un hombre y un nombre que se transformó
en mito para Sport: Florencio A. Varni.
Nos
tocó en “suerte” ocupar uno de los pocos resquicios que quedaban libres: nos
ubicamos bien al filo de uno de los escalones, pegaditos a la baranda, pero… la
que daba al sur… desde donde arreciaba la tormenta! En rigor, la lluvia que caía, si
bien aparatosa, acompañada por truenos, relámpagos y algunos rayos también,
no había perjudicado el campo de juego
que ofrecía un impecable color verde, pero a nosotros nos mojaba y de lo lindo.
Viéndolo desde nuestra posición, el rectángulo de juego parecía realmente una
alfombra, un tapiz, del que estaban orgullosos los dirigentes del club, y
naturalmente los empleados a cargo de ese cometido.
Demás
está decir que no teníamos nada para defendernos de la inclemencia. Una salida
hubiera sido retornar de inmediato a casa. Pero resolvimos quedarnos y vivir
todo aquello como una aventura. Continuamos mirando el partido hasta el final,
y cuando llegamos de vuelta, mojados, les contamos a todos nuestra
"hazaña". Sí, como si se hubiera tratado de una proeza. Para nosotros
lo había sido. Quizás el triunfo de Sport aquella tarde, habría servido para
mitigar un poco los contratiempos que "soportamos estoicamente". Y,
en el mejor de los casos, de acuerdo con nuestro criterio juvenil, tal vez, al
día siguiente, los estornudos habrían justificado la inasistencia a clases.
Claro, teníamos entre trece y quince años; nuestro tío, naturalmente, era un
señor mayor. Pero nosotros, los chicos, debimos aguantar una agitada retahíla
de reproches maternales.
Cuando
transito por la ruta 9 hacia el oeste y paso frente a la cancha del Sport Club,
miro de reojo y recuerdo con verdadera nostalgia aquella tribuna de cemento que
ya hoy no existe más. Y me siento bien al rememorar tantas tardes de verdaderas
fiestas deportivas, con centenares de aficionados colmando el perímetro de la
cancha. Cantidad que se agrandaba considerablemente cuando el rival era algún
otro equipo de la ciudad. Esos partidos tenían un sabor diferente. Más allá de
la victoria o la derrota. Se vivía distinto.
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