MARGARITA HANSEN DE SCHNACK |
Este
lunes 4 de setiembre se conmemora el Día del Inmigrante y hoy compartimos con
ustedes una de las primeras crónicas que
se tenga de nuestra ciudad escrita por su propia protagonista, la recordada
Margarita Hansen de Schnack. Este trabajo fue traducido del alemán por Regina
S. de Von Asperen. Sea este testimonio un homenaje a todos aquellos hombres y
mujeres que cruzaron el alto mar en busca de un porvenir y que hicieron grande
a la ciudad.
PABLO
DI TOMASO
COORDINADOR
DE MUSEOS Y PATRIMONIOS
MUNICIPALIDAD
DE CAÑADA DE GÓMEZ
QUIEN
REALIZA UN VIAJE TIENE ALGO PARA NARRAR
POR
MARGARITA HANSEN DE SCHNACK
Como
deseo describir tal hecho, creo que el título es adecuado. Me refiere al primer
viaje de ultramar a la Argentina que realice acompañando a mi hermana, su
esposo y sus dos hijos. Así pues abandonamos el 2 de diciembre de 1866 nuestro
pequeño pueblo paterno, Kappeln, Alemania, a orillas del río Schlei, con el fin
de hacer previamente una corta estadía en Hamburgo, antes de embarcarnos el 14
del mismo mes en el pequeño bergantín “Antílope” con el capitán Bohn. Viajaba
también una señora Heiland con su hijo y varias familias con niños, todos de
Meklenburg, Región del Norte de Alemania), que a las órdenes del señor Heiland,
esposo de la citada señora, debían establecerse aquí en la Argentina y formar
una estancia para el señor Krell, mayordomo de Mr. Wheelwright. Por
consiguiente éramos muchas las personas sobre el pequeño barco, porque viajaban
dos señores más aparte de toda la tripulación. Pero nadie imaginaba cuanto
tiempo duraría este viaje con todos sus percances. Cuando levaron las anclas y
navegamos el río Elba hacia abajo no llegamos muy lejos. Todo estaba bloqueado
de hielo y una neblina espesa nos cubría enteramente de manera que no se veía a
distancia de barco a barco, pero los silbidos y sonar de campanas nos advertían
la proximidad de otras muchas
embarcaciones y la sensación de peligro al chocar el casco de la embarcación
con los témpanos de hielo, no era precisamente agradable. Efectivamente ese día
se fueron a pique varias embarcaciones. Cuando por fin el sol disipó la
neblina, vimos muchos barcos anclados en la costa y otros, igual que nosotros,
entre témpanos de hielo. Pronto llegamos a Glückstadt, donde se hizo evidente
que debíamos regresar con el “Antílope” al varadero de Hamburgo para ponernos
en condiciones de navegabilidad. Llegados allí, mi hermana y cuñado con sus
hijos bajaron otra vez a tierra y nuestra buena madre envió para el nietito
varios tarros grandes llenos de bizcochos recién horneados para alimento
durante el viaje. Cuando finalmente el bergantín estaba en condiciones y
pudimos navegar, había llegado el mes de febrero. Después de abandonar
Cuxhaven, antepuerto de Hamburgo, el Mar del Norte nos recibió con una fuerte
tempestad que nos acompañó a través del canal de la Mancha y del Golfo de
Vizcaya. Durante todos esos días los pobres pasajeros estaban encerrados bajo
cubierta, porque nuestra cáscara de nuez era zarandeada despiadadamente para
uno y otro lado por las olas. Pero finalmente la tempestad calmo y en todo el
viaje no acompaño buen tiempo, de suerte que nos hubiera venido bien un poco de
viento anterior para la popa. Pasado un tiempo cruzamos frente a Madeira, creo
del lado puesto a Funchal. Era un panorama hermoso, y para mí, que no conocía
montañas, imponente. Prosiguiendo el viaje, éste y la vida a bordo resultaban
muy monótonos, prescindiendo de que de vez en cuando se veían peces voladores o
delfines, un día transcurría como el otro; recuerdo si que hemos visto muchos
barcos; pero con todo y a pesar de las incomodidades, etc, es hermoso un viaje
en barco a vela. Por supuesto que no todos habrán pensado así en aquel
entonces. La buena señora Heiland casi siempre estaba mareada, mi hermana no
era muy fuerte, pero siempre que podía subía a cubierta y yo era joven y
solamente experimentaba que día a día me fortalecía, pues poco antes del viaje
había sufrido la enfermedad del tifus. Poco recuerdo de los demás pasajeros,
nosotros nos manteníamos un tanto apartados. Mi cuñado Pedro Reün, que antes
había capitaneado un bergantín de propiedad del señor Krell, era en todo
sentido una persona buena y excelente, que aliviaba a nosotras la mujeres en lo
más posible todas las incomodidades. La señora Heiland tenía a su hijo Otto que
la ayudaba y servía. Todos los pasajeros llevábamos nuestras propias
provisiones y el cocinero únicamente tenía que preparar la comida ¡Y como!, las
mujeres meeklemburguesas le deben haber ayudado. Fue una gran felicidad para
todos, que en tan largo viaje no se declarar ninguna enfermedad a bordo. Como
ya lo dije antes, nosotros llevábamos nuestros propios víveres, y mi camarote,
el único que corría transversalmente, estaba separado del depósito de los
comestibles tan solo por un tabique de madera, de suerte que no solo oí a
menudo las ratas, sino que incluso percibí uno de estos “lindos animalitos” en
mis pies. En cada barco suele haber ratas y la superstición marina dice: “No es
de buen augurio cuando las ratas abandonan el barco”.
El
joven Otto Heiland era el que distribuía y entregaba las raciones diarias al
cocinero. Aun cuando nuestra permanencia a bordo carecía de toda clase de
comodidades, era agradable. Cuantas semanas, días y meses no veíamos más que
agua y cielo y aunque yo en aquel entonces quizás no lo experimentara tan
intensamente, mi corazón sentía la grandiosidad de lo infinito. Así transcurrió
lentamente el tiempo y cuando al fin divisamos el 1º de mayo de 1867 la tierra
uruguaya, también nuestra buena señora Heiland subió a cubierta para alegrarse
de la vista y del delicioso aroma de alfalfa recién cortada y teníamos
esperanzas de llegar pronto a Rosario, meta de nuestro viaje. Por cierto que
nuestra paciencia fue puesta a una última prueba, porque cuando llegamos a
Rosario remolcados por el Río de la Plata y por el Paraná en botes a remo, el
almanaque marcaba el 24 de mayo de 1867. La señora Heiland y su hijo fueron
buscados por su esposo, el hijo mayor Guillermo y el señor Meier; nosotros nos
dirigimos a la casa-quinta del capitán Thomson, un amigo de mis parientes, allí
nos recibieron las hijas de aquel que ya conocía a mi hermana y cuñado. Diré
para mayor ilustración que las hijas de Mr. Thompson habían viajado a bordo del
“George Krell” desde Liverpool a la Argentina bajo, la custodia de mi cuñado,
después de acaecida la muerte de su madre en Inglaterra. Las huerfanitas se
habían encariñado con mi hermana, quien también realizaba ese viaje entonces.
En Rosario quedamos trece meses más o menos. Mi cuñado consiguió por intermedio
de Mr. Wheelwright el empleo de Jefe de Estación de Cañada de Gómez y allí nos
trasladamos el 1º de agoste de 1867.
El
motivo por el cual mi cuñado se decidió por la entonces no tan popular Rosario,
República Argentina, consistía seguramente en que había estado ya varias veces
aquí y tenía amigos y además adquirido con sus ahorros algunas acciones del
Ferrocarril Central Argentino que recién comenzaba a construirse. Aun relatare
lo siguiente: Durante el inacabable viaje por el Paraná los señores solían
bajar a tierra para cazar internándose en las islas y así un día uno de ellos
tuvo la suerte de apuntarle a un buey, no mortalmente, pero si el susto fue
grande para todos y regresaron más que rápido a bordo. Creo que la caza dejo de
interesarles desde entonces.
CAÑADA DE GOMEZ EN 1867
Quien
atraviesa actualmente la estación o la ciudad de Cañada de Gómez, difícilmente
podrá creer que en el año 1867 no existía galpón, taller o edificio alguno. La
edificación que hacía las veces de estación se componía de dos piezas y una
pequeña cocina. La casa misma era de construcción sólida y fuerte, y según
tengo entendido, las dos piezas existentes han sido anexadas al edificio actual
y aun hoy se usa como boletería, despacho, etc. En la época de nuestra llegada
componía la estación a más de lo mencionado un pequeño galpón ubicado al otro
lado de las vías y un pozo a balde y un corral. Del lado oeste de la casa
crecía un raquítico paraíso y pasto
verde hasta donde la vista se perdía. Eran nuestros vecinos, más cercanos los
que habitaban donde ahora está el cementerio en un rancherito circundado por
una pared de adobe en defensa de los malones de indios que en estas épocas
solían producirse y de la hacienda chúcaras que había en los alrededores. Estos vecinos eran
argentinos serviciales y muy decentes. Además otra clase de animales merodeaba
a veces de noche, así por ejemplo: nuestra perra atada a la cadena mató una vez
a un zorro. Del lado opuesto nuestros vecinos más próximos eran la familia
Heiland que justamente con los jornaleros meekleburgueses seguía trabajando en
la estancia “Schönberg” que estaba situada entre la estación de Cañada de Gómez
y Correa. El señor Heiland con su hijo mayor Guillermo y el señor Meier ya
habían comenzado con autoridad a establecer la estancia y habían elegido ese
lugar.
Pero
ahora, querido lector, es tiempo de internarnos en la estación. El primer
ambiente era bastante amplio con un mostrador que abarcaba casi todo el ancho
de la habitación y que reunía, no obstante, varias finalidades; es decir, en un
extremo se atendía todo lo relacionado
con el movimiento de trenes, el telégrafo, la boletería, la
administración, ahí el jefe recibía las guías de encomienda, cargas, etc. y
demás papeles que le traían los guardas. Y la otra punta del mostrador hacía
las veces de cafetería, enlazando así lo útil con lo agradable. Pero no podían
permanecer inactivos, teníamos que ver a donde sería nuestra vivienda y por
consiguiente se nos abrió muy afablemente la puerta de la habitación contigua.
Lo que se presentó a nuestra vista no era precisamente acogedor. Apenas podías
dar un paso a través de todos los bultos allí amontonados, como ser bolsas con
perdices, cueros de chivos llenos de arrope y martinetas y perdices vivas
paseándose. Pero…también esto tuvo punto final. En cuanto el tren se puso en
movimiento y siguió viaje, se retiraron de la pieza todas estas “hermosuras” y
con esfuerzos unidos y abundantes riesgos de agua se barrió el piso, de
ladrillo común, hasta dejarlo en condiciones de poder colocar los elásticos de
nuestras camas para dormir la primera noche en nuestro nuevo hogar. No
aceptamos, agradeciendo, el café que se nos ofreció, porque habíamos visto como
lo preparaba una cocinera negra. Para tal fin usaba una media llena hasta la
mitad de borra de café, lo que hacía suponer que cada vez que hacia café,
agregaba un poco de café fresco, sin retirar el usado. Este procedimiento y
también la cocinera desaparecieron bien pronto. Como mis parientes estaban preparados
para cualquier emergencia y habían traído todos los enseres domésticos desde
Alemania, muy pronto estuvimos instalados y también la cafetería; dicho sea de
paso pudimos comprobar luego que esta era una buena fuente de ingresos extras,
como también la venta de perdices, etc. Es muy natural que el primer tiempo
nuestra estadía no nos fuera muy agradable, pasaron muchas semanas antes de
poder quitar la peor suciedad de las puertas, ventanas, etc. La empresa del
ferrocarril puso a disposición de mi cuñado una “Henly Hut”, es decir una choza
de madera, donde se depositó todos los muebles traídos de Europa, sobrantes que
no tenían cabida en la casa.
Cañada
de Gómez era la estación que más cómoda quedaba a los estancieros del Norte y
del Sur para viajar a Rosario y muchas veces veíamos llegar poco antes de la
llegada del tren de Córdoba, a galope tendido, varias cabalgatas de los señores
de la estancias de los ingleses, que, tras rápida merienda (queso, pan,
sardinas y café) seguían viaje en tren y quedaban en la estación los peones y
los caballos, los primeros para cuidar a éstos. En el sur había grandes
estancias cuyos propietarios eran argentinos de viejo arraigo y linaje y en el
Norte también una que otra estancia grande de alemanes, que ocasionalmente nos
frecuentaba cuando viajaban en tren.
Así
paso el invierno y llego el verano del año 1867-1868. Fue nuestro primer verano
aquí, pero muy penoso. Con la llegada de los grandes calores se presentó el
cólera en todo el país y en forma alarmante causando incontables víctimas; en
aquel entonces era casi impotente la lucha contra esta enfermedad. Fallecieron
siete de nuestros vecinos más próximos en los ranchos, mientras que en la
estancia “Schönberg” cayeron victima trece
de las personas que habían viajado con nosotros en el “Antílope”.
Nosotros quedamos a salvo de esta enfermedad como por milagro, pero éramos muy
cuidadosos en todo sentido. Ya mucho antes la familia Heiland había abandonado
el lugar, trasladándose a Villa María, donde el viejo señor Heiland hacía las
veces de sereno en el ferrocarril, y los señores Guillermo Heiland y el señor
Meier otros trabajos. La enfermedad había hecho allí también muchos estragos y
nuestros amigos no se liberaron de ella, más con la ayuda de Dios sanaron y se
reestablecieron bien. Cuando mejoro el estado sanitario del país y todo volvió
a la normalidad, pudose observar recién entonces cuantos de los antiguos
empleados faltaban. Nuestra querida compañera de viaje, la señora Heiland y sus
allegados, habían regresado, continuando con los pocos connacionales
sobrevivientes en las tareas de la estancia “Schönberg”. A su vuelta
encontraron muchas escenas dolorosas y también yo podría contar mucho sobre ello, pero lo que sucedió, sucedió
y hace mucho está olvidado. Así transcurría el tiempo y habiéndonos
acostumbrados ya al nuevo ritmo de vida tratábamos de dar visos más
confortables a la casa y demás cosas. No se hizo esperar el premio a los
esfuerzos y nuestra cafetería adquirió buen nombre, más porque ahora también
podíamos ofrecer leche hervida, a quien así lo deseaba. Diariamente
preparábamos una docena de perdices asadas, que servidas con pan tenían gran
aceptación.
Como
teníamos tan poco lugar para la familia, se agrando la pequeña cocina que
estaba en línea recta con la casa haciéndose un espacio de rancho de piso de
tierra y del mismo material una cocina adjunta. El primer ambiente servía de
pasaje a la cocina y dormitorio para mí, habiendo justo cabida para mi cama y
el lavatorio. La cocina era amplia y nos acostumbramos pronto a ella así como a
todo lo demás, solamente nos molestaban las ranas y sapos que allí se reunían
cuando todo estaba tranquilo de tarde y había que traer rápido algo de allí.
Una vez hasta llego a extraviarse una víbora grande pero inofensiva, que pronto
desapareció entre los muros. Detrás de la casa había muchas víboras, pero según
decían no eran venenosas. Todo marchaba más o menos bien hasta que llego el
verano próximo y desgraciadamente otra vez el cólera, pero gracias a Dios no en
forma tan alarmante, puede ser que la gente ya era más precavida. Como dije al
principio, nuestros vecinos eran muy atentos, serviciales y mi cuñado había
logrado con su modo serio de actuar, no solamente la confianza de los
pobladores más cercanos, sino la de los estancieros de los alrededores, de
manera que le permitieron sacrificar de toda la hacienda chúcara que abundaba
en las estancias sureñas todo lo que necesitaba para el consumo. A los
respectivos dueños tenía que entregar el cuero más 15 pesos bolivianos por
cabeza. En aquel tiempo los precios corrientes eran eso y tanto se pagaba por
una vaca con cría como por un caballo, más o menos el mismo precio. Una oveja
costaba 1 peso o 1 y ½ peso, es decir 1
peso con 4 reales, la vida así no resultaba cara. Las frutas y las verduras
solamente se podían conseguir en ciertas ocasiones en Rosario y así mismo no
había mucha elección. Creo que detrás de la casa habíamos trazado un pequeño
jardincito, pero no recuerdo si hemos cosechado alguna vez algo. Los días
transcurrían en esas faenas y habíamos agregado al servicio de café, la venta
de algunas cosas que agradaba comprar a los nativos, por ejemplo artículos de
almacén y ciertas ropitas económicas, claro que en forma limitada. A veces
ocurrían episodios ingratos cuando algún parroquiano exigía más caña y no le
vendíamos porque estaba medio borracho. Un día estaba yo casualmente sola
detrás del mostrador, los demás estaban delante de la puerta con unos amigos,
cuando uno de ellos hizo ademán de sacar un cuchillo. Sin vacilar saque el revólver,
ciertamente descargado, e intimide al cliente en la forma tal que tomó las de
Villadiego. Quizás no siempre un ardid así logre el efecto deseado, pero a Dios
gracias a nosotros esta forma de actuar siempre nos dio resultado.
De
cómo eran de ignorante los paisanos y creían que una locomotora podía enlazarse
igual que un toro, se apreció cierto día cuando un jinete llegado a la estación
sobre un hermoso pingo con montura plateada y viendo que mucha gente esperaba
el tren, alardeo de poder enlazarlo hasta hacerlo parar y, a pesar de los
consejos adversos, pues nadie previo el desenlace fatal, montó saliendo en
busca del tren, para ser traído a la media hora muerto y conduciéndoselo en ese
mismo tren a Rosario. Claro que el caballo corrió la misma suerte que su dueño.
Sin embargo estos episodios eran excepcionales y casi creo que entonces
ocurrían menos desgracias con los trenes que hoy en día, que diariamente se
registran en las páginas de los periódicos.
Ya
nuestro trabajo estaba organizado y podíamos coser y realizar otras tareas
aparte del lavado y quehacer corriente. Yo me ocupaba de la cocina ya que mi
hermana tenía bastante con el resto de las tareas. Cuando nosotros más tarde
también teníamos vacas, quitábamos la crema de la leche, enriqueciendo con
buenos trozos de manteca el haber de nuestra despensa. Amasábamos nuestro
propio pan y como no faltaban los huevos, etc. preparábamos masitas y tortas
para la venta y el consumo propio. El motivo por el cual no nos frecuentábamos
con nuestros amigos habrá sido porque ni ellos ni nosotros disponíamos de
carruajes y todo se hacia a lomo de caballo. Mi hermana y yo aprendimos a
montar, pero la señora Heiland llegaba a la estación en carreta tirada por
bueyes, cuando se veía obligada a viajar a Rosario. Siempre cuando mi cuñado se
ausentaba a Rosario, nos acompañaba uno de los señores Heiland.
La
construcción ferrocarrilera seguía en curso, intensificándose el intercambio y
cuando Mr. Wheelwright emprendía sus
viajes de inspección no dejaba de frecuentarnos para tomar un refrigerio. En
estas ocasiones me traía a menudo pequeñas atenciones de parte de su señora,
como ser golosinas, libros, etc. Era un señor de cierta edad, de trato muy
afable y uno de los contratistas de la construcción ferrocarrilera. A cada uno
de estos les perteneció de cada lado de la vía una legua de campo. Que la
Compañía de Tierra puso más tarde en venta para la formación de chacras,
poblaciones, etc. El señor Krell había recibido de su suegro una legua cuadrada
para formar la estancia “Schönberg” y este dio a su vez al señor Heiland, por
contrato, 100 cuadras cuadradas de la esquina situada más al Norte, donde
trasladándose más tarde con la familia se dedicó al cultivo de tierra y a la
industria lechera, siendo “Schönberg” administrada por otra persona. Por lo
pronto los Heiland quedaron por un tiempo allí, donde varias veces los visité y
también mi cuñado y mi hermana les hacían cortas visitas de a caballo de cuando
en cuando. En aquel entonces vivían en varios ranchos, pero así como cambia el
tiempo, también cambian las cosas.
Nuestra
vida seguía su curso, quizás con algunas interrupciones y cuando al comenzar el
año 1869 llegó inesperadamente el hermanastro de mi cuñado, el joven Augusto
Schnack, ingreso a nuestra casa un buen compañero que en todo sentido fue de
gran ayuda. Los dos hermanos comenzaron luego a cultivar una franja bastante
grande de tierra, ubicada al norte de la estación, donde ahora están las calles
y casas bajas de la ciudad. Contrataron peones para arar, etc. Se sembraba,
cosechaba y trillaba con caballos, trigo y también maíz. No recuerdo si el
rendimiento era mucho o suficiente.
Cuando
la Compañía de Tierras presento los planos para la futura ciudad mi cuñado fue
el primero que adquirió dos sitios, uno para sí y otro para su hermanastro, y
según recuerdo costaban 50 pesos cada uno. Ahora comenzó una vida activa,
porque mi cuñado quería construir su casa en la tierra adquirida, más como
primeramente había que fabricar los ladrillos correspondientes, se instaló un
horno de ladrillos enfrente del lugar que hoy ocupa la Plaza San Martín y
cuando los ladrillos estuvieron listos, comenzó la edificación. Trabajaban los
albañiles y los carpinteros y las rejas de hierro llegaron desde Rosario. Mi
buen cuñado Reün vigilaba la obra tantas
veces que su trabajo le permitía. Adelantaba bien y a todos nos pareció que
sería un hogar amable. Pero como sucede a menudo, el hombre propone y Dios
dispone. Pedro Reün, que veía el futuro tan esperanzado, no disfruto el premio
de sus ahorros y esfuerzos, viendo su casa terminada. Cuando coloco la azotea,
cerró para siempre sus ojos este hombre siempre tan activo y tan sano, cayendo víctima
de la viruela. En aquel entonces aun no existía la obligación de vacunarse y por eso pocos se libraban de
esta perniciosa enfermedad. Según supe más tarde, Reün se impresiono muchísimo,
de regreso de Rosario, cuando vió a una persona amiga con huellas recientes de
viruela en el rostro, agregándose a ello, que por falta de ayuda, el mismo cooperó
a transportar un cadáver que debía conducirse a Rosario, produciéndose el
contagio. Siguió vagando unos días y finalmente se llamó al viejo doctor Scharn
de Rosario, quien diagnostico un caso de viruela. Como habíamos reestablecido
tantas personas, nosotros también teníamos esperanza de salvarlo, pero
seguramente la enfermedad ya había avanzado demasiado y en vez de que el medico
volviera al día siguiente, hubo que telegrafiarle porque ya era demasiado
tarde.
El
tiempo que siguió a este triste desenlace fue muy penoso. No podíamos ni
debíamos mantener al recién fallecido en casa, porque muchas personas
frecuentaban diariamente la misma y por doloroso que fuera, tuvimos que
llevarlo inmediatamente al pequeño galpón de enfrente de las vías, donde quedo
hasta que a la mañana siguiente trajeron el ataúd desde Rosario. El señor Meier
fue el único que acompaño los restos dándole sepultura en el cementerio alemán
de allí, mi pobre hermana quedo completamente abatida y tuvimos que prepararle
una cama en la cocina. El último suspiro lo habrá oído únicamente su
hermanastro quien con tantas emociones sufridas, también casi enfermo, pero el
deber de suplir a su hermano fallecido hasta tanto llegara un reemplazante lo
mantuvo alerta. Mi hermana se trasladó con sus hijos a la chacra Heiland,
quienes ya vivían hacía un tiempo allí y nos asistieron en tan duro trance como
fieles amigos. Así no podía evitarse que Augusto Schnack y yo quedáramos en la
estación, haciéndonos compañía durante un tiempo el viejo señor Heiland.
Mientras
tanto proseguíase afanosamente en la construcción de la casa para hacerla
habitable a fin de mudarnos a ella. No recuerdo la fecha cuando esto sucedió y
como tampoco jamás tuve necesidad de conocer todo lo concerniente a los
negocios y la parte comercial.
Cuando
nos mudamos y el perro y el gato notaron que no volvíamos, la perra viejita
trajo uno a uno sus cachorritos, haciendo lo mismo la gata. Después de cierto
tiempo volvió mi hermana con sus hijos, más he olvidado mucho de lo que paso
luego. El negocio comenzado por Reün en la estación fue seguido en la nueva
casa por su hermano Augusto Schnack y ampliado, de este modo fue el primer
negocio que existió en Cañada de Gómez y en la primera casa de material. El
negocio sufrió varias transformaciones, pero Augusto Schnack quedo socio
participe hasta el día de su muerte. Por lo demás todavía existe el negocio,
aunque bajo otra firma. En la primera casa de material de Cañada de Gómez se
instalaron hace años las oficinas de Correos y Telégrafos.
Pero
volvamos a los acontecimientos anteriores. Augusto Schnack y yo nos habíamos
casado y teníamos mucho que hacer para dar cumplimiento a los deberes
contraídos. Mi hermana se había preocupado poco por el cuidado de la casa y
tenía el propósito de regresar a su patria con los niños, lo cual sucedió meses
después. No existía aun comunicación directa entre Argentina y Alemania y mi
hermana viajo con sus niños en un vapor fluvial hasta Montevideo, donde espero
el vapor que llegaba de Chile para el viaje de Ultramar. Mi esposo y yo
acompañamos a los viajeros hasta bordo en Rosario. La despedida no fue fácil,
pero había que sobreponerse, dado que mi hermana prefería regresar a su patria
y mi deber era estar junto a mi marido, pues los dos estábamos pendientes uno
de otro por así decirlo. Con ayuda de Dios nuestra vida aunque plena de
trabajos fue coronada de venturas y nuestros seis hijos pueden recordar a su
padre con orgullo y cariño.
Para
finalizar estas anotaciones extraídas de mi memoria a los 84 años de edad,
ruego a Dios quiera allanar vuestro recorrido en la vida, ayudándoles y
bendiciéndolos.
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