ARCHIVOS DEL MUSEO HISTÓRICO MUNICIPAL... QUIEN REALIZA UN VIAJE TIENE ALGO PARA NARRAR POR MARGARITA HANSEN DE SCHNACK

MARGARITA HANSEN DE SCHNACK


Este lunes 4 de setiembre se conmemora el Día del Inmigrante y hoy compartimos con ustedes  una de las primeras crónicas que se tenga de nuestra ciudad escrita por su propia protagonista, la recordada Margarita Hansen de Schnack. Este trabajo fue traducido del alemán por Regina S. de Von Asperen. Sea este testimonio un homenaje a todos aquellos hombres y mujeres que cruzaron el alto mar en busca de un porvenir y que hicieron grande a la ciudad.

PABLO DI TOMASO
COORDINADOR DE MUSEOS Y PATRIMONIOS
MUNICIPALIDAD DE CAÑADA DE GÓMEZ



QUIEN REALIZA UN VIAJE TIENE ALGO PARA NARRAR

POR MARGARITA HANSEN DE SCHNACK


Como deseo describir tal hecho, creo que el título es adecuado. Me refiere al primer viaje de ultramar a la Argentina que realice acompañando a mi hermana, su esposo y sus dos hijos. Así pues abandonamos el 2 de diciembre de 1866 nuestro pequeño pueblo paterno, Kappeln, Alemania, a orillas del río Schlei, con el fin de hacer previamente una corta estadía en Hamburgo, antes de embarcarnos el 14 del mismo mes en el pequeño bergantín “Antílope” con el capitán Bohn. Viajaba también una señora Heiland con su hijo y varias familias con niños, todos de Meklenburg, Región del Norte de Alemania), que a las órdenes del señor Heiland, esposo de la citada señora, debían establecerse aquí en la Argentina y formar una estancia para el señor Krell, mayordomo de Mr. Wheelwright. Por consiguiente éramos muchas las personas sobre el pequeño barco, porque viajaban dos señores más aparte de toda la tripulación. Pero nadie imaginaba cuanto tiempo duraría este viaje con todos sus percances. Cuando levaron las anclas y navegamos el río Elba hacia abajo no llegamos muy lejos. Todo estaba bloqueado de hielo y una neblina espesa nos cubría enteramente de manera que no se veía a distancia de barco a barco, pero los silbidos y sonar de campanas nos advertían la proximidad de otras  muchas embarcaciones y la sensación de peligro al chocar el casco de la embarcación con los témpanos de hielo, no era precisamente agradable. Efectivamente ese día se fueron a pique varias embarcaciones. Cuando por fin el sol disipó la neblina, vimos muchos barcos anclados en la costa y otros, igual que nosotros, entre témpanos de hielo. Pronto llegamos a Glückstadt, donde se hizo evidente que debíamos regresar con el “Antílope” al varadero de Hamburgo para ponernos en condiciones de navegabilidad. Llegados allí, mi hermana y cuñado con sus hijos bajaron otra vez a tierra y nuestra buena madre envió para el nietito varios tarros grandes llenos de bizcochos recién horneados para alimento durante el viaje. Cuando finalmente el bergantín estaba en condiciones y pudimos navegar, había llegado el mes de febrero. Después de abandonar Cuxhaven, antepuerto de Hamburgo, el Mar del Norte nos recibió con una fuerte tempestad que nos acompañó a través del canal de la Mancha y del Golfo de Vizcaya. Durante todos esos días los pobres pasajeros estaban encerrados bajo cubierta, porque nuestra cáscara de nuez era zarandeada despiadadamente para uno y otro lado por las olas. Pero finalmente la tempestad calmo y en todo el viaje no acompaño buen tiempo, de suerte que nos hubiera venido bien un poco de viento anterior para la popa. Pasado un tiempo cruzamos frente a Madeira, creo del lado puesto a Funchal. Era un panorama hermoso, y para mí, que no conocía montañas, imponente. Prosiguiendo el viaje, éste y la vida a bordo resultaban muy monótonos, prescindiendo de que de vez en cuando se veían peces voladores o delfines, un día transcurría como el otro; recuerdo si que hemos visto muchos barcos; pero con todo y a pesar de las incomodidades, etc, es hermoso un viaje en barco a vela. Por supuesto que no todos habrán pensado así en aquel entonces. La buena señora Heiland casi siempre estaba mareada, mi hermana no era muy fuerte, pero siempre que podía subía a cubierta y yo era joven y solamente experimentaba que día a día me fortalecía, pues poco antes del viaje había sufrido la enfermedad del tifus. Poco recuerdo de los demás pasajeros, nosotros nos manteníamos un tanto apartados. Mi cuñado Pedro Reün, que antes había capitaneado un bergantín de propiedad del señor Krell, era en todo sentido una persona buena y excelente, que aliviaba a nosotras la mujeres en lo más posible todas las incomodidades. La señora Heiland tenía a su hijo Otto que la ayudaba y servía. Todos los pasajeros llevábamos nuestras propias provisiones y el cocinero únicamente tenía que preparar la comida ¡Y como!, las mujeres meeklemburguesas le deben haber ayudado. Fue una gran felicidad para todos, que en tan largo viaje no se declarar ninguna enfermedad a bordo. Como ya lo dije antes, nosotros llevábamos nuestros propios víveres, y mi camarote, el único que corría transversalmente, estaba separado del depósito de los comestibles tan solo por un tabique de madera, de suerte que no solo oí a menudo las ratas, sino que incluso percibí uno de estos “lindos animalitos” en mis pies. En cada barco suele haber ratas y la superstición marina dice: “No es de buen augurio cuando las ratas abandonan el barco”.

El joven Otto Heiland era el que distribuía y entregaba las raciones diarias al cocinero. Aun cuando nuestra permanencia a bordo carecía de toda clase de comodidades, era agradable. Cuantas semanas, días y meses no veíamos más que agua y cielo y aunque yo en aquel entonces quizás no lo experimentara tan intensamente, mi corazón sentía la grandiosidad de lo infinito. Así transcurrió lentamente el tiempo y cuando al fin divisamos el 1º de mayo de 1867 la tierra uruguaya, también nuestra buena señora Heiland subió a cubierta para alegrarse de la vista y del delicioso aroma de alfalfa recién cortada y teníamos esperanzas de llegar pronto a Rosario, meta de nuestro viaje. Por cierto que nuestra paciencia fue puesta a una última prueba, porque cuando llegamos a Rosario remolcados por el Río de la Plata y por el Paraná en botes a remo, el almanaque marcaba el 24 de mayo de 1867. La señora Heiland y su hijo fueron buscados por su esposo, el hijo mayor Guillermo y el señor Meier; nosotros nos dirigimos a la casa-quinta del capitán Thomson, un amigo de mis parientes, allí nos recibieron las hijas de aquel que ya conocía a mi hermana y cuñado. Diré para mayor ilustración que las hijas de Mr. Thompson habían viajado a bordo del “George Krell” desde Liverpool a la Argentina bajo, la custodia de mi cuñado, después de acaecida la muerte de su madre en Inglaterra. Las huerfanitas se habían encariñado con mi hermana, quien también realizaba ese viaje entonces. En Rosario quedamos trece meses más o menos. Mi cuñado consiguió por intermedio de Mr. Wheelwright el empleo de Jefe de Estación de Cañada de Gómez y allí nos trasladamos el 1º de agoste de 1867.

El motivo por el cual mi cuñado se decidió por la entonces no tan popular Rosario, República Argentina, consistía seguramente en que había estado ya varias veces aquí y tenía amigos y además adquirido con sus ahorros algunas acciones del Ferrocarril Central Argentino que recién comenzaba a construirse. Aun relatare lo siguiente: Durante el inacabable viaje por el Paraná los señores solían bajar a tierra para cazar internándose en las islas y así un día uno de ellos tuvo la suerte de apuntarle a un buey, no mortalmente, pero si el susto fue grande para todos y regresaron más que rápido a bordo. Creo que la caza dejo de interesarles desde entonces.






CAÑADA DE GOMEZ EN 1867

Quien atraviesa actualmente la estación o la ciudad de Cañada de Gómez, difícilmente podrá creer que en el año 1867 no existía galpón, taller o edificio alguno. La edificación que hacía las veces de estación se componía de dos piezas y una pequeña cocina. La casa misma era de construcción sólida y fuerte, y según tengo entendido, las dos piezas existentes han sido anexadas al edificio actual y aun hoy se usa como boletería, despacho, etc. En la época de nuestra llegada componía la estación a más de lo mencionado un pequeño galpón ubicado al otro lado de las vías y un pozo a balde y un corral. Del lado oeste de la casa crecía un  raquítico paraíso y pasto verde hasta donde la vista se perdía. Eran nuestros vecinos, más cercanos los que habitaban donde ahora está el cementerio en un rancherito circundado por una pared de adobe en defensa de los malones de indios que en estas épocas solían producirse y de la hacienda chúcaras que había en  los alrededores. Estos vecinos eran argentinos serviciales y muy decentes. Además otra clase de animales merodeaba a veces de noche, así por ejemplo: nuestra perra atada a la cadena mató una vez a un zorro. Del lado opuesto nuestros vecinos más próximos eran la familia Heiland que justamente con los jornaleros meekleburgueses seguía trabajando en la estancia “Schönberg” que estaba situada entre la estación de Cañada de Gómez y Correa. El señor Heiland con su hijo mayor Guillermo y el señor Meier ya habían comenzado con autoridad a establecer la estancia y habían elegido ese lugar.

Pero ahora, querido lector, es tiempo de internarnos en la estación. El primer ambiente era bastante amplio con un mostrador que abarcaba casi todo el ancho de la habitación y que reunía, no obstante, varias finalidades; es decir, en un extremo se atendía todo lo relacionado  con el movimiento de trenes, el telégrafo, la boletería, la administración, ahí el jefe recibía las guías de encomienda, cargas, etc. y demás papeles que le traían los guardas. Y la otra punta del mostrador hacía las veces de cafetería, enlazando así lo útil con lo agradable. Pero no podían permanecer inactivos, teníamos que ver a donde sería nuestra vivienda y por consiguiente se nos abrió muy afablemente la puerta de la habitación contigua. Lo que se presentó a nuestra vista no era precisamente acogedor. Apenas podías dar un paso a través de todos los bultos allí amontonados, como ser bolsas con perdices, cueros de chivos llenos de arrope y martinetas y perdices vivas paseándose. Pero…también esto tuvo punto final. En cuanto el tren se puso en movimiento y siguió viaje, se retiraron de la pieza todas estas “hermosuras” y con esfuerzos unidos y abundantes riesgos de agua se barrió el piso, de ladrillo común, hasta dejarlo en condiciones de poder colocar los elásticos de nuestras camas para dormir la primera noche en nuestro nuevo hogar. No aceptamos, agradeciendo, el café que se nos ofreció, porque habíamos visto como lo preparaba una cocinera negra. Para tal fin usaba una media llena hasta la mitad de borra de café, lo que hacía suponer que cada vez que hacia café, agregaba un poco de café fresco, sin retirar el usado. Este procedimiento y también la cocinera desaparecieron bien pronto. Como mis parientes estaban preparados para cualquier emergencia y habían traído todos los enseres domésticos desde Alemania, muy pronto estuvimos instalados y también la cafetería; dicho sea de paso pudimos comprobar luego que esta era una buena fuente de ingresos extras, como también la venta de perdices, etc. Es muy natural que el primer tiempo nuestra estadía no nos fuera muy agradable, pasaron muchas semanas antes de poder quitar la peor suciedad de las puertas, ventanas, etc. La empresa del ferrocarril puso a disposición de mi cuñado una “Henly Hut”, es decir una choza de madera, donde se depositó todos los muebles traídos de Europa, sobrantes que no tenían cabida en la casa.

Cañada de Gómez era la estación que más cómoda quedaba a los estancieros del Norte y del Sur para viajar a Rosario y muchas veces veíamos llegar poco antes de la llegada del tren de Córdoba, a galope tendido, varias cabalgatas de los señores de la estancias de los ingleses, que, tras rápida merienda (queso, pan, sardinas y café) seguían viaje en tren y quedaban en la estación los peones y los caballos, los primeros para cuidar a éstos. En el sur había grandes estancias cuyos propietarios eran argentinos de viejo arraigo y linaje y en el Norte también una que otra estancia grande de alemanes, que ocasionalmente nos frecuentaba cuando viajaban en tren.

Así paso el invierno y llego el verano del año 1867-1868. Fue nuestro primer verano aquí, pero muy penoso. Con la llegada de los grandes calores se presentó el cólera en todo el país y en forma alarmante causando incontables víctimas; en aquel entonces era casi impotente la lucha contra esta enfermedad. Fallecieron siete de nuestros vecinos más próximos en los ranchos, mientras que en la estancia “Schönberg” cayeron victima trece  de las personas que habían viajado con nosotros en el “Antílope”. Nosotros quedamos a salvo de esta enfermedad como por milagro, pero éramos muy cuidadosos en todo sentido. Ya mucho antes la familia Heiland había abandonado el lugar, trasladándose a Villa María, donde el viejo señor Heiland hacía las veces de sereno en el ferrocarril, y los señores Guillermo Heiland y el señor Meier otros trabajos. La enfermedad había hecho allí también muchos estragos y nuestros amigos no se liberaron de ella, más con la ayuda de Dios sanaron y se reestablecieron bien. Cuando mejoro el estado sanitario del país y todo volvió a la normalidad, pudose observar recién entonces cuantos de los antiguos empleados faltaban. Nuestra querida compañera de viaje, la señora Heiland y sus allegados, habían regresado, continuando con los pocos connacionales sobrevivientes en las tareas de la estancia “Schönberg”. A su vuelta encontraron muchas escenas dolorosas y también yo podría contar  mucho sobre ello, pero lo que sucedió, sucedió y hace mucho está olvidado. Así transcurría el tiempo y habiéndonos acostumbrados ya al nuevo ritmo de vida tratábamos de dar visos más confortables a la casa y demás cosas. No se hizo esperar el premio a los esfuerzos y nuestra cafetería adquirió buen nombre, más porque ahora también podíamos ofrecer leche hervida, a quien así lo deseaba. Diariamente preparábamos una docena de perdices asadas, que servidas con pan tenían gran aceptación.

Como teníamos tan poco lugar para la familia, se agrando la pequeña cocina que estaba en línea recta con la casa haciéndose un espacio de rancho de piso de tierra y del mismo material una cocina adjunta. El primer ambiente servía de pasaje a la cocina y dormitorio para mí, habiendo justo cabida para mi cama y el lavatorio. La cocina era amplia y nos acostumbramos pronto a ella así como a todo lo demás, solamente nos molestaban las ranas y sapos que allí se reunían cuando todo estaba tranquilo de tarde y había que traer rápido algo de allí. Una vez hasta llego a extraviarse una víbora grande pero inofensiva, que pronto desapareció entre los muros. Detrás de la casa había muchas víboras, pero según decían no eran venenosas. Todo marchaba más o menos bien hasta que llego el verano próximo y desgraciadamente otra vez el cólera, pero gracias a Dios no en forma tan alarmante, puede ser que la gente ya era más precavida. Como dije al principio, nuestros vecinos eran muy atentos, serviciales y mi cuñado había logrado con su modo serio de actuar, no solamente la confianza de los pobladores más cercanos, sino la de los estancieros de los alrededores, de manera que le permitieron sacrificar de toda la hacienda chúcara que abundaba en las estancias sureñas todo lo que necesitaba para el consumo. A los respectivos dueños tenía que entregar el cuero más 15 pesos bolivianos por cabeza. En aquel tiempo los precios corrientes eran eso y tanto se pagaba por una vaca con cría como por un caballo, más o menos el mismo precio. Una oveja costaba 1 peso o 1 y ½  peso, es decir 1 peso con 4 reales, la vida así no resultaba cara. Las frutas y las verduras solamente se podían conseguir en ciertas ocasiones en Rosario y así mismo no había mucha elección. Creo que detrás de la casa habíamos trazado un pequeño jardincito, pero no recuerdo si hemos cosechado alguna vez algo. Los días transcurrían en esas faenas y habíamos agregado al servicio de café, la venta de algunas cosas que agradaba comprar a los nativos, por ejemplo artículos de almacén y ciertas ropitas económicas, claro que en forma limitada. A veces ocurrían episodios ingratos cuando algún parroquiano exigía más caña y no le vendíamos porque estaba medio borracho. Un día estaba yo casualmente sola detrás del mostrador, los demás estaban delante de la puerta con unos amigos, cuando uno de ellos hizo ademán de sacar un cuchillo. Sin vacilar saque el revólver, ciertamente descargado, e intimide al cliente en la forma tal que tomó las de Villadiego. Quizás no siempre un ardid así logre el efecto deseado, pero a Dios gracias a nosotros esta forma de actuar siempre nos dio resultado.

De cómo eran de ignorante los paisanos y creían que una locomotora podía enlazarse igual que un toro, se apreció cierto día cuando un jinete llegado a la estación sobre un hermoso pingo con montura plateada y viendo que mucha gente esperaba el tren, alardeo de poder enlazarlo hasta hacerlo parar y, a pesar de los consejos adversos, pues nadie previo el desenlace fatal, montó saliendo en busca del tren, para ser traído a la media hora muerto y conduciéndoselo en ese mismo tren a Rosario. Claro que el caballo corrió la misma suerte que su dueño. Sin embargo estos episodios eran excepcionales y casi creo que entonces ocurrían menos desgracias con los trenes que hoy en día, que diariamente se registran en las páginas de los periódicos.

Ya nuestro trabajo estaba organizado y podíamos coser y realizar otras tareas aparte del lavado y quehacer corriente. Yo me ocupaba de la cocina ya que mi hermana tenía bastante con el resto de las tareas. Cuando nosotros más tarde también teníamos vacas, quitábamos la crema de la leche, enriqueciendo con buenos trozos de manteca el haber de nuestra despensa. Amasábamos nuestro propio pan y como no faltaban los huevos, etc. preparábamos masitas y tortas para la venta y el consumo propio. El motivo por el cual no nos frecuentábamos con nuestros amigos habrá sido porque ni ellos ni nosotros disponíamos de carruajes y todo se hacia a lomo de caballo. Mi hermana y yo aprendimos a montar, pero la señora Heiland llegaba a la estación en carreta tirada por bueyes, cuando se veía obligada a viajar a Rosario. Siempre cuando mi cuñado se ausentaba a Rosario, nos acompañaba uno de los señores Heiland.

La construcción ferrocarrilera seguía en curso, intensificándose el intercambio y cuando Mr. Wheelwright  emprendía sus viajes de inspección no dejaba de frecuentarnos para tomar un refrigerio. En estas ocasiones me traía a menudo pequeñas atenciones de parte de su señora, como ser golosinas, libros, etc. Era un señor de cierta edad, de trato muy afable y uno de los contratistas de la construcción ferrocarrilera. A cada uno de estos les perteneció de cada lado de la vía una legua de campo. Que la Compañía de Tierra puso más tarde en venta para la formación de chacras, poblaciones, etc. El señor Krell había recibido de su suegro una legua cuadrada para formar la estancia “Schönberg” y este dio a su vez al señor Heiland, por contrato, 100 cuadras cuadradas de la esquina situada más al Norte, donde trasladándose más tarde con la familia se dedicó al cultivo de tierra y a la industria lechera, siendo “Schönberg” administrada por otra persona. Por lo pronto los Heiland quedaron por un tiempo allí, donde varias veces los visité y también mi cuñado y mi hermana les hacían cortas visitas de a caballo de cuando en cuando. En aquel entonces vivían en varios ranchos, pero así como cambia el tiempo, también cambian las cosas.

Nuestra vida seguía su curso, quizás con algunas interrupciones y cuando al comenzar el año 1869 llegó inesperadamente el hermanastro de mi cuñado, el joven Augusto Schnack, ingreso a nuestra casa un buen compañero que en todo sentido fue de gran ayuda. Los dos hermanos comenzaron luego a cultivar una franja bastante grande de tierra, ubicada al norte de la estación, donde ahora están las calles y casas bajas de la ciudad. Contrataron peones para arar, etc. Se sembraba, cosechaba y trillaba con caballos, trigo y también maíz. No recuerdo si el rendimiento era mucho o suficiente.

Cuando la Compañía de Tierras presento los planos para la futura ciudad mi cuñado fue el primero que adquirió dos sitios, uno para sí y otro para su hermanastro, y según recuerdo costaban 50 pesos cada uno. Ahora comenzó una vida activa, porque mi cuñado quería construir su casa en la tierra adquirida, más como primeramente había que fabricar los ladrillos correspondientes, se instaló un horno de ladrillos enfrente del lugar que hoy ocupa la Plaza San Martín y cuando los ladrillos estuvieron listos, comenzó la edificación. Trabajaban los albañiles y los carpinteros y las rejas de hierro llegaron desde Rosario. Mi buen cuñado Reün  vigilaba la obra tantas veces que su trabajo le permitía. Adelantaba bien y a todos nos pareció que sería un hogar amable. Pero como sucede a menudo, el hombre propone y Dios dispone. Pedro Reün, que veía el futuro tan esperanzado, no disfruto el premio de sus ahorros y esfuerzos, viendo su casa terminada. Cuando coloco la azotea, cerró para siempre sus ojos este hombre siempre tan activo y tan sano, cayendo víctima de la viruela. En aquel entonces aun no existía la obligación  de vacunarse y por eso pocos se libraban de esta perniciosa enfermedad. Según supe más tarde, Reün se impresiono muchísimo, de regreso de Rosario, cuando vió a una persona amiga con huellas recientes de viruela en el rostro, agregándose a ello, que por falta de ayuda, el mismo cooperó a transportar un cadáver que debía conducirse a Rosario, produciéndose el contagio. Siguió vagando unos días y finalmente se llamó al viejo doctor Scharn de Rosario, quien diagnostico un caso de viruela. Como habíamos reestablecido tantas personas, nosotros también teníamos esperanza de salvarlo, pero seguramente la enfermedad ya había avanzado demasiado y en vez de que el medico volviera al día siguiente, hubo que telegrafiarle porque ya era demasiado tarde.

El tiempo que siguió a este triste desenlace fue muy penoso. No podíamos ni debíamos mantener al recién fallecido en casa, porque muchas personas frecuentaban diariamente la misma y por doloroso que fuera, tuvimos que llevarlo inmediatamente al pequeño galpón de enfrente de las vías, donde quedo hasta que a la mañana siguiente trajeron el ataúd desde Rosario. El señor Meier fue el único que acompaño los restos dándole sepultura en el cementerio alemán de allí, mi pobre hermana quedo completamente abatida y tuvimos que prepararle una cama en la cocina. El último suspiro lo habrá oído únicamente su hermanastro quien con tantas emociones sufridas, también casi enfermo, pero el deber de suplir a su hermano fallecido hasta tanto llegara un reemplazante lo mantuvo alerta. Mi hermana se trasladó con sus hijos a la chacra Heiland, quienes ya vivían hacía un tiempo allí y nos asistieron en tan duro trance como fieles amigos. Así no podía evitarse que Augusto Schnack y yo quedáramos en la estación, haciéndonos compañía durante un tiempo el viejo señor Heiland.

Mientras tanto proseguíase afanosamente en la construcción de la casa para hacerla habitable a fin de mudarnos a ella. No recuerdo la fecha cuando esto sucedió y como tampoco jamás tuve necesidad de conocer todo lo concerniente a los negocios y la parte comercial.

Cuando nos mudamos y el perro y el gato notaron que no volvíamos, la perra viejita trajo uno a uno sus cachorritos, haciendo lo mismo la gata. Después de cierto tiempo volvió mi hermana con sus hijos, más he olvidado mucho de lo que paso luego. El negocio comenzado por Reün en la estación fue seguido en la nueva casa por su hermano Augusto Schnack y ampliado, de este modo fue el primer negocio que existió en Cañada de Gómez y en la primera casa de material. El negocio sufrió varias transformaciones, pero Augusto Schnack quedo socio participe hasta el día de su muerte. Por lo demás todavía existe el negocio, aunque bajo otra firma. En la primera casa de material de Cañada de Gómez se instalaron hace años las oficinas de Correos y Telégrafos.

Pero volvamos a los acontecimientos anteriores. Augusto Schnack y yo nos habíamos casado y teníamos mucho que hacer para dar cumplimiento a los deberes contraídos. Mi hermana se había preocupado poco por el cuidado de la casa y tenía el propósito de regresar a su patria con los niños, lo cual sucedió meses después. No existía aun comunicación directa entre Argentina y Alemania y mi hermana viajo con sus niños en un vapor fluvial hasta Montevideo, donde espero el vapor que llegaba de Chile para el viaje de Ultramar. Mi esposo y yo acompañamos a los viajeros hasta bordo en Rosario. La despedida no fue fácil, pero había que sobreponerse, dado que mi hermana prefería regresar a su patria y mi deber era estar junto a mi marido, pues los dos estábamos pendientes uno de otro por así decirlo. Con ayuda de Dios nuestra vida aunque plena de trabajos fue coronada de venturas y nuestros seis hijos pueden recordar a su padre con orgullo y cariño.


Para finalizar estas anotaciones extraídas de mi memoria a los 84 años de edad, ruego a Dios quiera allanar vuestro recorrido en la vida, ayudándoles y bendiciéndolos.

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