Francisco Trujillo: Cañada, en su pasado y mis cosas. Año 1920

Los Misteriosos de Cañada, c.1920


En esta parte de la historia, la aparición del Club Misterioso de Cañada...


Nos llegó el año veinte, y los muchachos
a Corea se fueron, y allí empataron
con la primera, que formó en “segunda”,
según las constancias que recogieron.
En el segundo encuentro me llevaron
previo pago de un peso para un premio
que consistió en un bronceado tintero
que de Esaya compramos en Febrero.
Vino la hora del encuentro después
de viajar con Santorun en su carro
que con paciencia a las doce partió.
Esa tarde nos pareció indicada
a otras cosas y no para jugar
al fútbol. El color en fuego ardía
y la sed nos desesperaba a todos.
Bondi resaltó al efectuar piruetas
con la pelota en el reseco suelo,
y el “Ñato” Ibarra, mejor, secundó
con su acción “demoledora”, al final
cansó a los de “segunda” disfrazados
que nada hacer pudieron contra Ansaldi,
Bustos, “Borrego” y los demás muchachos;
le ganamos por cinco tantos a uno
y el tintero por nosotros costeado.
Aquel trofeo, en serio nos obligó
a pensar sobre un futuro “glorioso”;
ya no era un objeto de “diez noventa”,
sino el doble esfuerzo de aquellos once
que una aventura airosa se corrieron.
Al domingo siguiente, de regreso,
otra vez con el triunfo allí en Correa,
sobre el tren que ya de noche volvía,
de pie, arriba del duro banco, Ibarra
dio el nombre “Misterioso” al nuevo club.
Así en Cañada empezó en ese tiempo
una fuerza nueva que en el deporte
local, abrió profundos surcos
que revolucionaron totalmente
el ambiente. Once jóvenes, domingo
tras domingo, aparecían suscitando
comentarios por todos los encuentros
que realizaban en canchas locales
y pueblos vecinos. Y así creció
la simpatía que dio seguridad
a ere espíritu que bien coordino
para que se nos llamaran sin más,
¡Misteriosos que músculos de acero!
Por el tesón sin desmayo en la lucha,
por la fidelidad a nuestro club
y por todo aquello que fuera ejemplo
de correcta caballerosidad,
se nos aplaudió también sin cesar.

Nos reuníamos en la “Esquina Crossetti”,
entre calle Lavalle y San Martín.
Sobre la alcantarilla que allí había
efectuamos reuniones de noche,
cuantas veces nos vimos en el día
y durante la década que el club
tuvo, como existencia y como historia.
Mil “panfletos” soltamos por las canchas
dando cuenta de nuestra formación;
Martínez, el más “grande”, que en segunda
jugaba, fue autor de las palabras
que decían la voluntad de vencer
a cuantos adversarios que se osaran
nuestra fuerza ”impetuosa” contener.
Y los Defensores de Sport dijeron
que nuestra “estirpe” era de barro puro,
por lo tanto, temor al “desafío”
en ningún instante ellos tuvieron.
Y de las “latas” del taller amigo,
el “Cusco” y Luis, una ¡Gran Copa! Hicieron
que enseguida sin “niquelar” jugamos
en el viejo campo que Sport tenía
al norte de los “cueros” de Beltrame;
fue el segundo aquel trofeo que ganamos
en lucha pareja, por dos a cero.

Los “Misteriosos”, en masa concurrían
a todas partes, usando modales
propios de la edad. En el cine juntos
siempre en una misma “hilera” estuvimos
sentados, y desde una punta a la otra
las bromas y los chistes circularon,
solamente el murmullo se apagaba
cuando un ¡chist!... resonaba secamente.
En carros y en varios grupos salimos
disfrazados aquel año en los corsos
que en calle Lavalle se realizaron.
“Los Fieles” y “Los Marinos”, rivales
más que nada de colores políticos,
gallardos y armoniosos desfilaron
al son de sus guitarras y violines
y con cuanto instrumento acompasaran
la música dulce que allí cantaron
sobre alfombras de flores, serpentinas
y el juntar de las palmas que atronaron.

Apagada la última carcajada
apenas sosegado el carnaval,
la luz de un ídolo esfumóse un día
empañando el brillante pedestal
que el fútbol generosos levanto.
El medio deportivo su homenaje
le rindió entonces a Emilio Luján,
y al cortejo fúnebre acompañó
todo el pueblo, al compás de secas notas
que una banda tristemente tocó;
mi espíritu tanto se consternó
esa vez, que vi perderse un valor
que en el deporte creí no volvería
a ver, bien seguro, como él jamás.

Fue para mí, ese año donde inicié
mis primeras “trasnochadas” en bailes,
cafés y fiestas que se realizaron,
aquellas que cuatro o más días duraron
en las chacras “vecinas”, cuando la hija
con el amigo de “al lado” casó,
ese que vivía seis leguas distante,
después que el maíz y el trigo cosecharon.

La “Sociedad de Empleados de Comercio”
procedía en la época que aquí refiero
más que a defender razones gremiales,
a realizar festivales que fueron
para los jóvenes, inolvidables.
Eran tiempos  diferentes, en donde
aportaba cada socio lo suyo,
tanto en el sentido material como
en el espiritual, y en esa forma
existía una comunidad que daba
ejemplo de sano compañerismo,
siendo orgullo de aquella juventud
que se destacó muy visiblemente
en el cumplimiento de su deber
detrás del mostrador o en el lugar
que en el comercio esos días trabajó.

Avanzaba el año veinte, el primero
para  mí de los años que en mi vida
traía cosas nuevas después de muy largos
padeceres y duras desventuras
bajo el techo de mi querido hogar.
¡Los “Reyes Magos”, traen a mis hermanos
juguetes que compre de Tonconogy!
Ellos recordarán el cocodrilo,
la víbora de cuerda con boca roja,
el tren de coches verdes y amarillos
con maquina negra y plateadas, guardas
que sobre rieles de lata corría
cuando las señales decían, ¡vía libre!,
de las muñecas que mis hermanas
dormían con la ternura que heredaron
del corazón más grande de esta vida.

El primero de mayo levantamos
el acta de fundación que ponía
al Club Misterioso el definitivo
sello de una institución constituida
legalmente por propia voluntad
de quienes congeniaron en tal fin.
Las asamblea se efectuó en casa de Don Félix
Bustos, el pintor que entonces vivía
en callejón Carcarañá, al fondo
de la familia Augsburger, a la altura
del quinientos, muy cerca de la esquina
que con razón llamamos del “Terror”.
Muy generoso don Félix no fue
esa noche, y nos mandó al gallinero
donde la asamblea realizamos bajo
la luz de un pálido y viejo farol
que pendía de uno de los largos paños
donde veinte gallinas mal dormían
por el ruido y las voces del conjunto
que a Lorenzo presidente eligió.
Al fin de la jornada, ya en la calle,
por Lavalle todos juntos marchamos
aplaudiendo y vivando al buen “Callorda”
que sin ¡no! el cargo contento acepto.
Toda la policía salió a la acera
y el paso de los “setenta” observo
desde la casa aquella que lindaba
con Queirel –doctor que entonces vivió
en frente de su amigo Magallanes,
Lavalle al setecientos treinta y tres-
que con rumbo hacia arriba caminaba
en busca de la “esquina” acostumbrada.
En ese lugar, la expresión de júbilo
al máximo rayó y sin desertar
ninguno del total que se reunió,
con serenatas y canciones miles
el ámbito del pueblo se llenó.
Bustinza, fue el campo donde ganamos
la mejor copa ese año. Tonconogy
no me dejó actuar esa tarde cuando
el desempate un sábado efectuaron.
Ese día, “Chimango”, el arco astilló
con su tiro alto, ajustado a la esquina,
que el arquero nada supo ni vio
hasta que el tanto todos festejaron.
La copa con sus cuatro piedras lilas,
grandes como almendras descascaradas
que cerca del pie incrustadas tenía,
todo era una maravilla forjada
en el metal que el boliviano envía;
con ella los muchachos se vinieron.
Donde trabajaba a verme llegaron
gritando como locos de contentos
esa tarde que honda pena sentí
al no haber podido con ellos traer
el trofeo que a los “Gauchos” le ganaron.
El domingo anterior, cuando el primer
partido jugamos y definido
no quedo , al regresar, como piedras
utilizamos todas las naranjas
que Luis llevó ese día para vender,
por causa, de que el “gauchaje” atacó
al carro que de regreso partía
con el once que vencido no fue;
la batalla terminó cuando a tierra
saltamos todos dispuestos a dar
fin a la insólita y torpe agresión;
de las naranjas sólo recogimos
un tercio de las que allí se tiró.

A medida que transcurrían domingos
y feriados, se sumaban los triunfos.
La fama en ningún momento mareó
nuestros espíritus, ni puso bases
de arena a nuestros jóvenes propósitos.
Las reuniones de comisión se hicieron
casi siempre en casa de “Pito”; allí
decidimos los colores del club
después de discutir, los que serían.
Una parte, la mayoría, opinó
que debíamos usar las camisetas
de “Comercio”, que eran verde con franja
blanca en forma de banda, que “Angelito”
conseguía prestadas mientras nosotros
a la fábrica pedíamos las nuestras.
En la semana, antes de aquel domingo
que fuimos a Bustinza por primera
vez, hubo que decidir la cuestión,
resolviendo, que si las de color
verde no se conseguían en la fecha,
ya fuera comprándolas o prestadas,
se aceptarían aquellas que prefirió
el grupo opositor donde formé ;
y para tal caso se me encargó
confeccionarlas con gran rapidez.
Mi madre, durante un noche entera
trabajó y los puños y cuellos rojos
a un equipo justo le colocó.
Y así quedó el color ejecutado
sobre las diez “mallas” negras que traje;
 el “fascismo” no existía por el mundo,
y la coincidencia con el color
negro, concurrió por tener “justa” Juan Pérez
una igual que usó cuando ciclista era;
el nombre de nuestro club se tiñó
mejor al binomio de esta bandera.

En medio de todo el trajín que ya el fútbol
me traía a los diez y siete años de edad,
avanzaba constante nuestro pueblo.
La edificación ponía raíces hondas
sobre el suelo de altos yuyos tupidos.
Bianchi, “hornero” eterno, seguía trayendo
ladrillos y ladrillos, y el ejido
crecía con más industrias y comercios,
satisfacción que gozaba a la par
de los que emprendían aquellas empresas.
Quería en mis años tiernos, calles firme
en piedras cuadradas, sin baches, lisas
como el vidrio lavado, sin manchas
que el rodado le coloca al pasar;
quería la plaza, linda como está,
sin las verjas y aquellos molinetes
que tanto giraron y más giraron
cuando allí pasaron Pagani, Schnack
y otros que en la historia de esta Cañada
figuran sin extinguirse jamás;
quería las casas juntitas, más altas,
¡cada vez más!... para que esa belleza
elevara todas las calles chatas
que con ranchos y ranchos alinearon;
quería los barrios formando jardines,
con sus huertas en flores y con  frutos
maduros, montes que llegando al cielo
al sol taparan en pleno verano;
quería a nuestro arroyo en costa esmeralda,
con sauces llorones en sus riberas
y puentes tapados por su follaje,
corriendo a su paso el agua clarita
que baja del campo cerca de aquí;
quería ese barrio como luz brillando,
sin basurales, ni chozas cayendo,
sin aguas podridas en donde está
que la industria arroja sin importarle,
sin niños descalzos, casi desnudos,
que crea lo inhóspito y todo lo yermo;
quería la mano fornida del hombre
que al yunque golpeara en esa región
rompiendo aquel hierro que la circunda

 en ruina que punza toda ilusión.                   

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