El aniversario del nacimiento de Horacio Quiroga. Hombre de la selva, maestro del cuento rioplatense, profesor, domador de serpientes, zapatero, ciclista, asesino y suicida; la tragedia de Horacio Quiroga no terminó con su vida.
El deporte y las drogas, la escritura y la selva, la belleza y nunca la felicidad, la fama sin la gloria, el éxito sin su alegría, el amor, la locura y la muerte, distinguen la vida de Horacio Quiroga.
Con brutal puntualidad nació el 31 de diciembre de 1878, y en un preludio de su suerte, ya a los dos meses de edad, su padre, don Prudencio Quiroga, se voló la cabeza frente a sus ojos nuevos con una escopeta. Pero no fue suicidio, fue nada más un accidente: don Prudencio volvía de caza y el arma se disparó sola. Acaso el mínimo Horacio fuera demasiado pequeño como para imprimir esa tragedia en su memoria... pero igual la tragedia se imprimió en su vida hasta el final. Y lo siguió después.
Su cuna fue Salto, República Oriental del Uruguay, pero su patria fue el modernismo de Rubén Darío y el hierro de los versos de don Leopoldo Lugones. Así, allá en su pueblo, mientras pulía sus dotes de ciclista –su otra pasión auténtica–, fundó con dos amigos, en una casa abandonada, el grupo de lectura Los Tres Mosqueteros, al que pronto le sucedió la Revista de Salto, cuando ya aparecían sus primeros poemas en otros medios de Montevideo.
Así, antes de que el siglo se terminara, Los Tres Mosqueteros emprenderían un largo viaje rumbo a Barracas, República Argentina, hasta la casa de Lugones, alucinados todavía por su ya célebre “Oda a la desnudez”. Eran días de rimas y de métricas y de sueños continentales.
Y enseguida regresó a Salto, para ya nunca volver. Como todo poeta de la hora que se pretenda poeta, con 20 años, Quiroga se fue a París. Algún día le diría a Roberto J. Payró: “Yo fui a París sólo por la bicicleta”. Y tal vez no mintiera. Una vez allá, merodeó algunas presentaciones literarias, participó en conferencias, pero más que nada paseó su camiseta del Club de Salto por cuanta competencia europea se lo permitía. Después volvió. Volvió sin el frac ni la galera con los que había partido, ni tampoco en primera clase. Trajo su bicicleta intacta, pero llegó sin un centavo, y luciendo ya la mítica barba que sería su imagen más allá de su muerte.
Se instaló en Montevideo y allí fundó el extraño Consistorio del Gay Saber, una especie de laboratorio poético donde él y sus amigos experimentaban con los métodos del simbolismo, el cloroformo y el hachís. Era, ya, el amor, la locura y la muerte.
Por entonces acabó su primer libro: Los arrecifes de coral. Se lo dedicó a Lugones, claro. Allí ensayó algunos poemas, breves acuarelas y sus primeros cuentos. Y estaba contento. En cartas a sus amigos, festejó su buena suerte y sus paraísos artificiales. Pero la tragedia que lo acechaba desde la cuna, seguía allí. Nada más que dormida, y a punto de despertar.
Una tarde de 1902, visitó a su muy querido amigo Federico Ferrando, quien debía batirse a duelo en pocas horas, ofendido por un periodista de Montevideo. En un gesto fraterno y honorable, Quiroga decidió acompañarlo, y antes de partir, revisó las armas. Entonces, otra vez lo mismo aunque esta vez distinto. Se trató de otro accidente, sí, pero… se le escapó un balazo y mató a su amigo.
Pocas semanas después, impulsado por el dolor, como quien huye de sí, dejó Montevideo y se mudó a Buenos Aires. A partir de entonces, sus cuentos se enrarecieron y maduraron, y un nuevo vigor le abrió puertas o las derrumbó. En la culta Buenos Aires de principios de siglo, Quiroga se abría un lugar. Sus trabajos y su nombre aparecieron y se repitieron en las revistas El Gladiador, Caras y Caretas, PBT, Tipos y Tipetes, Papel y Tinta. Ya era Quiroga, y se daba cuenta.
Nadie como él, hasta entonces, había hablado así de los derechos del escritor. Ya no se trataba, dice, “de hambrear a los poetas por el sólo crimen de ser poetas”. Proliferaban las revistas populares, los folletines, crecía la población, nacía la industria editorial con todos sus apetitos, y él nada más quería la parte que le tocaba. En ese empuje, más tarde, con la bendición de Lugones, y juntos, fundaron en 1928 la Sociedad Argentina de Escritores. La SADE. En ese momento, en el rentado ambiente literario de la hora, los apoyos fueron tibios y los seguidores, pocos. Él no se rindió. Soñaba, escribía, sumaba y restaba.
En una carta enviada a su amigo Saldaña en 1910, Quiroga decía: “Vivo de lo que escribo. Caras y Caretas me paga 40 pesos por página, y endilgo tres páginas más o menos por mes. Total: 120 pesos mensuales”. Poco antes de matarse, le confesó a su buen amigo Ezequiel Martínez Estrada: “Yo escribí por motivos económicos”.
Y porque no pudo evitarlo. Porque no supo qué hacer con sus demonios, con sus muertos y sus fantasmas. Porque habitó un mundo poblado de serpientes, suicidas y maniáticos. Porque la perla es una enfermedad de la ostra. Y porque él también tenía una esperanza.
Pero eran esperanzas vanas. Trazado por la tragedia, el camino de su vida giró en círculos concéntricos, y el centro era la tragedia.
Por ejemplo: cuando tenía veinte años, vivía en el Chaco con su familia, y allí vio morir a dos de sus hermanos, víctimas de la fiebre tifoidea, y del aislamiento... Como era de esperar, en cuanto pudo se fue de allí y juró no volver jamás.
En 1903 llegó a San Ignacio como fotógrafo de una expedición a las ruinas Jesuíticas, y así, ahí, recuperó de un saque la savia de la fuerza de la jungla, y todos los gritos de su noche, que parecían llamarlo desde el fondo de sí mismo. Y entonces volvió.
Con las sobras de la herencia paterna se compró algunas hectáreas en Saladito, cerca de Resistencia, ahí nomás, en el mismo Chaco que se había comido a sus hermanos. Decía que iba a plantar algodón y que sería rico. La aventura duró apenas un año y terminó en un desastre económico tan rotundo como previsible.
Ahogado en deudas, vendió lo que le quedaba y construyó con lo que le sobraba –y con sus propias manos– un rudo bungalow en las orillas del Paraná. En plena selva. Y ahí ya sí… solo de toda soledad, fabricó su propio carbón fertilizando la meseta pedregosa; destiló para sí un vino de naranjas; con sus propias manos hizo una canoa y sus propios zapatos, mientras charlaba con Anaconda, la serpiente que criaba en su jardín. Hasta que, así, un día concluyó o descubrió que escribir era sólo eso: “Domar todos los elementos de la naturaleza”.
Sin embargo, por mucho que aprendiera, mientras volaba sus propios cielos, la pobreza lo acechaba como acecha la selva. “Yo no soy un comerciante, soy un agricultor”, explicó para explicar por qué le iba tan mal en los negocios.
Y ya que la locura parecía inevitable, por lo menos que no pasara hambre, pensaba, tal vez, don Leopoldo Lugones, que intentando ayudarlo le consiguió un puesto como profesor en el Normal número 8 de Buenos Aires, donde Quiroga, enfrentado de golpe con la belleza múltiple de tanta juventud, poco tardó en encantar a sus alumnas, y encantarse.
Una de ellas se llamaba Ana María Cirés y sería su primera esposa. Quiroga tenía treinta y un años y la chica dieciocho y su familia se opuso pero ellos se casaron igual y se fueron a vivir a San Ignacio, a su choza allá en la selva, donde él experimentaba con hongos alucinógenos y tuvieron dos hijos y después ella se suicidó. Al cabo de seis años de jungla y matrimonio, Ana María Cirés bebió veneno, agonizó ocho días, y por fin se murió.
En 1916, Quiroga y sus dos hijos –Eglé y Darío– volvieron a Buenos Aires. Ya nadie ignoraba su nombre en los circuitos literarios de la gran ciudad. En 1908 la casa Moen había publicado su primera novela, y cada vez más las revistas y los diarios requerían sus cuentos breves y feroces. Sin embargo, aún así, acabó en un sótano de la calle Canning por la caridad de sus amigos. Pero tantas limitaciones, no fueron en su cabeza sino más detonantes.
Acuciado por el hambre de sus hijos, por su propia desesperación, y por las imposiciones formales de las revistas que le compraban; allí, en ese sótano negro de la calle Canning, Quiroga talló a golpes de hacha sus mejores cuentos. Y por un rato la suerte parecía que…
En 1917 salió la primera edición de Cuentos de amor, de locura y de muerte. En 1918, Cuentos de la selva. En 1921,Anaconda. En 1924, Los desterrados. Y en 1926 –en simultáneo con Don Segundo sombra, de Ricardo Güiraldes, y El jorobadito, de Roberto Arlt–, Quiroga alcanzó el cielo con sus manos con la aparición de Los desterrados. Discutido por algunos, el público lo consagró en ventas y él brilló por un instante. Compró una vieja y bella casa en Olivos, pasó largas temporadas en Misiones, y siempre que regresó fue festejado por sus amigos y requerido por la prensa. Y ahora también era vicecónsul del Uruguay. Eran los días mejores.
Sería un hombre de la selva pero era un hombre de su tiempo. Ya se notaba en su escritura la primera oleada de la influencia norteamericana que marcaría con el tiempo estas pampas del sur. El mismísimo Martínez Estrada habría de reconocer un día que fue gracias a Quiroga que supo de Ernest Hemingway, de Francis Bret Harte, de Ambrose Bierce, del buen Jack London, de O.Henry, y también del Joseph Conrad que Borges moriría venerando. Apenas despuntaba el cine, en 1919, cuando todavía era considerado “un entretenimiento para el vulgo”, pero él ya se deslumbraba y lo destacaba. Ese escritor era Quiroga, esa clase de hombre.
Más o menos por entonces probó de nuevo con el amor y vivió un apasionado romance que duró varios meses con Alfonsina Storni. Y hasta le propuso irse con él, a vivir allá, en su selva misionera… La historia dice que fue don Quinquela Martín el que previno a Alfonsina sobre los serios riesgos de “irse a vivir con ese loco”. Y ella le hizo caso, no fue. Dejó a Quiroga y trató de olvidarlo. Aunque tampoco se salvó.
Él, Quiroga, en cambio, ya perdido en la locura del amor hasta la muerte, con 48 años, se apasionó con todos sus nervios de María Elena Bravo, una hermosa joven de 24, condiscípula de su propia hija... Estupor y murmullos, y él, al que otra vez no le importaba nada, se casó con ella. De ese matrimonio nacería su tercera hija, Pitoca. ¿Sería la felicidad?
No. Las cuentas ya no cerraban. Discutido por sus colegas, siempre subestimado por la crítica, la cotización de sus trabajos perdió vuelo, y cayó. Se lo contó a Martínez Estrada en una carta: “Con esto de la pluma anduve también con quebrantos nutridos. También en éste renglón sufrí una merma semejante, pues de 350 bajé a 100 por relato. Más:Crítica se hartó de mi colaboración con la tercera enviada, que no publicó y tuve que rescatar con dificultad. Pasé a El Hogar, que temo se harte también a la brevedad”.
Cada vez más pobre y más cansado, inició los trámites para su jubilación y, en 1932, con su mujer y sus tres hijos, volvió a la selva de Misiones dispuesto a quedarse para siempre y ser feliz por fin. ¿Será? Fueron en auto. Se había comprado un Ford y partieron los cinco desde Olivos. Comenzaba el final.
A poco de llegar, una vez allá, se complicaron sus problemas de salud, se trabaron los trámites de su jubilación, y los celos fueron licuándole los nervios, porque su mujer era demasiado joven y bella y no se satisfacía así nomás.
En 1935, apareció en Buenos Aires su último libro, Más allá, mientras él, en Misiones, veía que todo se terminaba. Al cabo de tres años de insoportable convivencia, María Elena Bravo lo abandonó y se volvió a Buenos Aires. Quiroga se derrumbó. Había visto demasiado, había sufrido lo suficiente, y ya no esperaba nada. En una carta fechada el 29 de marzo de 1936, le dijo a Martínez Estrada: “Sabe usted la importancia que tienen para mí su persona y sus cartas. Voy quedando tan, tan cortito de afectos e ilusiones, que cada uno de éstos que me abandona, me lleva verdaderos pedazos de vida”.
A fines de aquel año ’36, un dolor agudo en el estómago lo trajo de regreso a Buenos Aires y fue internado para una serie de estudios en el Hospital de Clínicas. Poco antes escribió: “Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento”. Y, poco después, comprendieron sus amigos por qué mascullaba tanto aquella frase de Dostoievski: “El que se atreve a matarse es Dios”.
El 18 de febrero de 1937, sus médicos le admitieron que tenía cáncer y que no había cura. Dicen que él no dijo nada. Que esa noche salió a caminar, que dio algunas vueltas, que volvió, que bebió un largo trago de cianuro, y que nunca vio llegar la mañana del 19.
Pocos meses más tarde, en Mar del Plata, Alfonsina Storni se internaba en el mar, y chau; y al año siguiente en un cuarto de un recreo del Tigre, se mataba Leopoldo Lugones; y ya en 1939 se suicidó su hija Eglé, y todavía en 1952 se mataría Darío, su hijo… como si su mismo amor, su propia locura, y toda su muerte tuvieran que sobrevivirlo.
Fuente: Revista Sur
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