Entrada la noche del 18 de enero de 1983, la muerte pasó en búsqueda de Arturo Illia. En su austera intimidad, la esperó con la serenidad espiritual de quien alberga la conciencia del deber cumplido. A los 82 años cerraba sus ojos definitivamente el médico que había intentado curar las inflamaciones de la violencia, el autoritarismo crónico, la corrupción viral y endémicas patologías institucionales arrastradas desde el 6 de septiembre de 1930.
El féretro que portaba su cuerpo, emulando la leyenda de Rodrigo Díaz de Vivar, desafió a los cancerberos de la dictadura y empujó las puertas que mantenían secuestrada la vida y la libertad. El pueblo saludó su paso desde la Casa Radical de la ciudad de Córdoba hacia el aeropuerto, donde partió rumbo al Salón Azul del Congreso de la Nación, en el cual proseguirían las exequias.
Su velatorio logró reunir al arcoíris político del país al amanecer de la larga noche del totalitarismo en la Argentina.
Haciendo propia la cita hubo un categórico repudio a la junta militar que intentó presentar sus conmiseraciones. Nadie quería allí flores negras. Las coronas fúnebres de la dictadura fueron tiradas a la calle, en señal de desprecio y como signo de los tiempos por venir en la Argentina.
Illia simbolizaba a su muerte los valores democráticos y las virtudes humanistas en las que había creído y por las que había luchado toda su vida.
El pueblo escoltó el ataúd hasta el panteón de los caídos en la Revolución del Parque, en el cementerio de la Recoleta. Acompañó así al dirigente cuya conducta ejemplar se erigió en nítida manifestación de la moralidad administrativa, la defensa de la soberanía nacional, el compromiso con la democracia social, la probidad en el ejercicio de las responsabilidades públicas, el respeto irrestricto por las libertades cívicas y los derechos humanos, la búsqueda de la igualdad de derechos y oportunidades y el acatamiento espartano al Estado de derecho.
Pasados 30 años de su deceso, la figura de Arturo Illia sigue siendo izada como ejemplo, frente a las deudas que aún tenemos como sociedad.
Esa dimensión patriótica de su figura puede intuirse en la renuncia a las oportunidades que ofrecían las grandes urbes, para establecerse como médico ferroviario en Cruz del Eje.
Esa vocación por servir a la patria debe haber prevalecido al momento de desprenderse del ofrecimiento del Instituto Pasteur de asentarse en París como investigador, para volver a su tierra a seguir la lucha.
En ocasión de aquel viaje –a mediados de la década del ‘30– Illia presenció el ascenso de los totalitarismos en Europa, razón por la cual manifestó siempre un marcado rechazo al culto por la personalidad.
Aquellas vivencias influyeron en su capacidad para diferenciar claramente la defensa de los intereses nacionales del nacionalismo y la vocación popular del populismo.
Raúl Alfonsín recordaba la impresión de Illia a su paso por Italia y Alemania, en donde observó “cómo las masas podían ser dirigidas, por el temor y la propaganda, hacia donde el gobierno quería”. Por el contrario, sentía marcada admiración por las democracias escandinavas a las que consideraba “sociedades democráticas capaces de transformarse a sí mismas”, en contraposición a “los sistemas autoritarios y violentos que presumían de ser más eficaces y expeditivos, pero eran engañosos y por lo tanto frágiles”.
Aquellas influencias, sumadas al conocimiento del interior profundo del país, a su compresión acabada de los postulados ideológicos del radicalismo y a una lectura hermenéutica de las corrientes que impulsaban un cambio de época, constituyeron la base medular de su acción de gobierno, al que podemos enmarcar conceptualmente en el denominado “Estado de bienestar”.
Su salida del gobierno fue la resultante de la confluencia de intereses corporativos que habían visto peligrar sus privilegios. Un sector de las Fuerzas Armadas, de orientación falangista, fue el brazo armado que perpetró el golpe de Estado que despojaría al país de un gobierno digno y decente.
Aquel Presidente íntegro y humilde salió de la Casa de Gobierno con las convicciones intactas y la misma honradez con la que había ingresado.
Como no poseía automóvil propio ni otro inmueble que su casa en Cruz del Eje, donada por los vecinos, tomó un taxi y pidió que lo llevaran a la casa de su hermano, en la zona metropolitana de la Capital Federal.
La mañana del 28 de junio de 1966, Arturo Illia volvía a la lucha desde el lugar del militante orgánico que fue toda su vida. Hasta aquella noche de enero de 1983, en la que la muerte pasó en la búsqueda de un patriota.
Fuente: La Voz del Interior
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