Hoy compartimos con ustedes un texto realizado por Víctor
Bisson, un recordable vecino de nuestra que fuera concertista de piano y un
noble dirigente del Partido Demócrata Progresista ocupando durante un tiempo la Secretaria del
Honorable Concejo de Cañada de Gómez. En estas letras, evoca sus recuerdos en
aquel naciente barrio cercano a la Curtiembre.
PABLO DI TOMASO
COORDINADOR DE
MUSEOS Y PATRIMONIOS
MUNICIPALIDAD DE
CAÑADA DE GÓMEZ
“EVOCACIONES
DEL BARRIO
DE MIS PRIMEROS AÑOS”
Por Víctor Bisson
Mis primeras imágenes del mundo
coinciden con las de la casa de mis abuelos, donde viví hasta bien cumplidos
mis siete años, y por extensión, con las de la esquina de un barrio de
trabajadores, en el encuentro de las calles Maipú y Ocampo, casi el núcleo de
lo que se había dado en llamar “el barrio de la curtiembre”. Este barrio se
extendía, sin que nadie hubiese demarcado sus límites, desde calle Quintana
hacia el oeste, comprendido entre Necochea y Balcarce, aunque lo mismo podría
ser entre Lavalle y Brown, porque al decir que nadie había establecido sus
fronteras, quiero significar que las mismas eran algo imprecisas, pero
encerraban al grupo mayoritario de familias allí afincadas, cuya existencia dependía
principalmente del trabajo que sus hombres desempeñaban en la gran curtiembre
propiedad de la firma “Antenor Bletrame S.A.”
En ese barrio viví hasta 1941, y su
recuerdo, que a veces parece adormecido en la lejanía de los primeros años,
suele despertar imperioso y transparente, aunque tal vez algo deformado por la
visión de la niñez. Las calles eran de tierra, sin otra mejora que algunos
pasos de piedra en las bocacalles. Las lluvias las transformaban en lodazales
espesos y pegajosos, verdaderas trampas para quienes por allí se aventuraban,
como le ocurrió a un chico del vecindario cuando cierto día intentó cruzar por
la mitad de la cuadra: quedó allí atascado, sin poder avanzar ni retroceder,
hasta que fue auxiliado. Algunas calles tenían sus sectores pintorescos, como
la última cuadra de Chañares (actual 7 de octubre), demarcada por precarios
alambrados en los lotes fronteros, pero completamente cubierta de maleza y
gramillas que invadían hasta el espacio de las hipotéticas veredas, y donde
solamente se vislumbraba, en el centro, un angosto sendero peatonal. En el
vecindario se conocía este paraje como “el callejón abandonado”. La calle
Ocampo terminaba en Independencia; lo que se extendía más allá era francamente
un descampado, lo cual permitía observar lejos el paso de los trenes que
recorrían el ramal a San Francisco (“la curva”, como se llamaba a esa vía). Abundaban
los terrenos baldíos, en su mayoría pletóricos de malezas, las veredas,
inexistentes en muchos casos, donde las había eran por lo general de gastados
ladrillos, unas pocas de mosaicos; el arbolado público, muy irregular, era de
añosos paraísos, que paulatinamente venían siendo reemplazados por los ahora
molestos plátanos. En consonancia con este panorama, el alumbrado público
también era pobre y consistía en faroles con lámparas que en el centro de las
esquinas principales donde colgaban, brillaban con luz macilenta de tono
rojizo-amarillento, y en otras esquinas también brillaban, pero por su
ausencia.
A lo largo de la calle Ocampo, se
elevaban altos postes coronados en su ápice por cruceros que sostenían un
nutrido cableado telefónico. A mucha distancia aún del cable coaxil, de las
microondas y torres de relevo, esos alambres ponían en comunicación las
ciudades y pueblos de la línea hacia Córdoba. En los días de viento producían
un zumbido lúgubre, semejante a un profundo y prolongado lamento. A los chicos
demasiado traviesos se les decía que era el gemido de una bruja llamada “Vieja
llorona”, que vendría por ellos si no se sosegaban. La edificación, más bien
escasa y modesta, aumentaba en cantidad y calidad a medida que se avanzaba
hacia el centro de la ciudad, llegando hacia la calle Quintana a mostrar
construcciones de excelente factura, algunas de las cuales subsisten. Pero en
el núcleo del barrio las viviendas eran muy sencillas; muchas respondían al
modelo que se acostumbraba a llamar “de chorizo”, pero en versión abreviada, ya
que constaban de dos habitaciones, a veces de tres, más un sucucho que servía
de cocina, todo limitado por una galería abierta o protegida por enredaderas, y
en algunos casos por un emparrillado de madera. En el patio se podía ver el
brocal de un pozo de balde, en algunos casos con una bomba manual y en otros
-los menos- con un bombeador eléctrico. En el radio favorecido por la red de
Obras Sanitarias de la Nación ,
recientemente inaugurada, los vecinos ya se conectaban a ella, en cuyo caso los
pozos eran convenientemente cegados. Algunas casas se construían dejando al
frente un espacio que pretendía ser -y a veces era- un diminuto jardín,
separado de la vereda por alambre tejido, y donde al lado de geranio, malvones
y azucenas, prosperaban las madreselvas y las enredaderas de campanillas acules
o violetas.
De mayor importancia eran los
edificios que se levantaban en los lotes esquineros, especialmente en las
esquinas de la calle Quintana, como las panaderías de Mariano Serrano y
Dionisio García, los almacenes de Juan Garino y Ottone Widmann, los bares de
Varvello y Battistini. También había otros dentro del barrio, entre ellos,
notable el de Ocampo y Alberdi, donde estaba el acreditado bar de Albónico, y
el de Brown y Maipú, recientemente demolido, que era sede de la sastrería de
Napoleón Favretto, y unos pocos más. Algunos todavía subsisten. Dejo para el
final los dos, ya desaparecidos, que estaban en Maipú y Ocampo: el de la
esquina N. E. Conocido como “la cochera de Moreno, que además del edificio de
la esquina comprendía un gran galpón sobre Maipú, y que era precisamente el
cobertizo de los coches; y el de la esquina S. E., la casa de mis abuelos,
donde viví hasta 1941, y que a mi criterio infantil, era la más importante de
todas las casas de esquina existentes en el barrio. Desde el exterior podía
verse claramente que había sido edificada
en dos etapas, siendo la más antigua la de calle Maipú, que constaba de
cuatro habitaciones sobre esta calle, más otras tres que se extendían hacia el
patio, relacionadas todas con una galería. El sector más moderno se extendía
sobre Ocampo, y constaba de un gran local que en otro tiempo fuera depósito de
mercaderías, otro local menor y luego el gran salón de la esquina, con sótano,
donde mi abuelo tuvo su negocio de venta de comestibles, que yo no alcancé a
conocer, y que aún se anunciaba sobre el frontispicio, en letras ya desvaídas
por el tiempo: “Almacén de Pedro C. Bardone”. Posteriormente se hicieron
diversas modificaciones y ampliaciones, de modo que en la época a que me
refiero (segunda mitad de la década de 1930), la casa estaba dividida en tres
sectores, ocupando mi abuela el de calle Ocampo, mi familia y yo el de Maipú, y
el sector del patio se arrendaba a terceros. También había cuatro grandes
galpones, y detrás de éstos, el terreno se extendía hasta Chañares (hoy 7 de
octubre) y Maipú. Acercándose la década de 1940, en parte de ese terreno
construyeron sus casas Pedro Aparicio, Domingo y mi tío Juan Bardone. Podría
agregar muchísimos detalles sobre esta casa, pero prefiero no apartarme del
motivo central de estas evocaciones, que es referirme en general al barrio donde
transcurrió mi primera edad, su gente, sus actividades, su anecdotario.
No
se puede cerrar el tema de los edificios, sin decir algo de los que componían
las instalaciones de la gran curtiembre, que ocupaban la manzana comprendida
por Rivadavia, Quintana, Brown y Maipú, más algunos anexos en la manzana vecina
hasta Necochea. Eran construcciones sólidas, macizas, imponentes, de las que se
conserva el portal de ingreso en Quintana y Rivadavia, y unos pocos sectores en
Brown y en Maipú. Ese establecimiento, emblema de la ciudad, era la marca
clásica del barrio, con el trepidar de la maquinaria en funcionamiento, el
bramido de la caldera, el silbato de vapor que señalaba los turnos de trabajo,
la entrada y salida de vehículos, y la marcha de ida y vuelta de los operarios,
llevando impregnado en la ropa aquel olor del cuero para suela precisamente
procesado, que despierta mi memoria olfativa con sólo pensar en aquel mundo mío
de hace tantos años. Ese complejo donde entre tanta gente trabajaban también mi
padre y dos de mis tíos, era para mí todo un mundo misterioso. Me obsesionaba
pensar que misterios escondía el interior de esa manzana, de lo que solamente
podía vislumbrar desde el portal, un retazo de patio, y desde cualquier punto
del barrio y aún desde más lejos, la columna de humo que emergía de la altísima
chimenea que se elevaba entre los edificios como dueña de casa. Esta dueña
había dado origen a una expresión -hoy en desuso- para referirse a las personas
ostentosas y vanidosas: “tienen más humo que la chimenea de Beltrame”.
No es fácil explicar, con palabras
de adulto, la emoción que sentí la primera vez que se me permitió transponer
aquel portal y descubrir el mundo misterioso de mis obsesiones. Entre otras
cosas, imposible olvidar la gran sala de máquinas, donde se generaba la energía
eléctrica; la presencia de la caldera, con su rugido amenazante y sus escapes
de vapor; los grandes fulones de procesamiento; los rieles que cruzaban los
galpones, por donde circulaban pequeños vagones transportando cueros y
productos químicos; la planta donde se trituraban los rollizos de quebracho
para la obtención del tanino; la gran talabartería que ocupaba el edificio
sobre calle Rivadavia; los talleres de mantenimiento. Más tarde, con
interminables preguntas, logré acercarme al nutrido anecdotario del
establecimiento, en el que ocupaban lugar importante, por desgracia, algunos
hechos trágicos. En primer lugar supe de la explosión de la caldera, ocurrida
-según me dijeron- en el decenio de 1910, cuyo saldo fue de seis muertos e
incontables daños. Después, el caso de los operarios que perdieron la vida al
respirar gases letales mientras limpiaban una profunda cisterna. Y también el
hombre cuya ropa fue enganchada, en el galpón de fulones, por una gran correa
de transmisión en funcionamiento, y terminó estrellado contra una pared y el
techo. Intercalados entre las tragedias, no faltaron algunos episodios. Uno de
ellos tuvo como primer actor a un obrero, que al sufrir un golpe, cayó al
suelo, desvanecido. Socorrido inmediatamente por sus compañeros, alguien pidió
que trajeran con urgencia un bidón de agua. Al punto el accidentado abrió un
ojo y exclamó: nada de agua, traigan vino!
CONTINUARÁ...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario