ARCHIVOS DEL MUSEO HISTÓRICO MUNICIPAL… RELATOS DE VIDA


Hoy compartiremos el testimonio de doña Amelia Chiarlone de Magnelli, hija de Benjamín Chiarlone que el 9 de septiembre de 1914 se hiciera cargo de la sede del Correo donde actualmente es la propiedad de la Escribanía Giordano, y fuera en su momento la casa de la familia de Pedro Reün. Amelia vivió en Cañada de Gómez hasta finales de la década de 1930 y en entes texto describe como era su barrio en tiempos de su niñez.

PABLO DI TOMASO
COORDINADOR DE MUSEOS
MUNICIPALIDAD DE CAÑADA DE GÓMEZ


LAS  TRES CASAS



Por Amelia Chiarlone de Magnelli


A mi memoria afloró  al  empezar a escribir, el recuerdo de las  tres casas de mi querida Cañada, que jamás olvidé. Están  sobre la misma vereda, entre Boulevard  Balcarce  y la  calle Lavalle, frente a la  Plaza San Martín. Aunque la primera, la que era el  Correo, fue demolida y otra moderna y hermosa ocupa su lugar, no desapareció  porque al tener la misma raíz renació con más vigor para ocupar su lugar y seguir en mi memoria, así cuando cierro los ojos la veo y cuando escribo, la vivo.

A esta casa llegué siendo muy pequeña, al ser trasladado mi padre como Jefe de Correos  a Cañada de Gómez, por eso mi relato tiene un “después, que hace que Cañada sea, mi más querida ciudad. Según mi madre, la  casa a la que llegamos de noche (1914),  la imaginó frente al cementerio, por las rejas que circundaban  a la Plaza San Martín, descubriendo con  gran alegría a la mañana siguiente, su equivocación y  primera casa de dos enterándose  también que era la  primera casa de dos pisos levantada (1869) por don Pedro Reün, quien fuera uno de los primeros pobladores, la que no llegó a ocupar, por su fallecimiento. Cuando se  hizo, se preparó en el terreno de la plaza, entonces vacío, el horno de ladrillos para su construcción, exactamente donde se encuentra  hoy el monumento  del General  José De San Martín, que ya no tiene los pilares bajos, con cadenas a  su  alrededor, donde jugué  a  “las estatuas”, con mis amigas del barrio. La casa tenía a su izquierda sobre Balcarce, la estación del  Ferrocarril, y a la derecha, en la cortada la Iglesia San Pedro. Era un lugar de privilegio, dinámico, concurrido y alegre. Dinámico   por el ir y venir de la gente  a la Iglesia, a la Estación y al  Correo. Alegre por la plaza, lugar elegido para los Festejos Patrios   y   anexos  como los peligrosos mítines políticos, que  a pesar  de la presencia de la  policía a caballo, concluían con disparos de armas de fuego, haciendo que la gente huyera despavorida, como ratas a su madriguera. ¡Cuánto jugué en ella! ¡Cuántos  bancos ocupé día a día, jugando con la muñeca que me regaló la señorita  Reün!

Un domingo regresaba de la misa  de once y mirando la bandera izada en el mástil del  gran balcón dela terraza de  mi casa, lagrimeé. ¡Nunca  la había visto de lejos, así flamear!... Embellecía el frente del edificio de Correos pintado de color beige, con cuatro ventanas y rejas  negras;  puerta central con arabescos, en color aluminio, que hacía  más cálida  su adustez. El buzón instalado a su izquierda, recibía en su bocaza cartas de amor, buenas noticias, augurios felices, cartas comerciales y malas noticias, también. El broche de oro, era el escudo, debajo del balcón con balaustrada de ambos lados. La terraza de mosaicos completaba ese lugar, hasta las habitaciones del piso superior. Ahora la planta baja, entremos por la única gran puerta central... Dos zaguanes, el primero más grande,  con  la oficina del Jefe a la derecha; a la izquierda salón para el público con ventanillas, gran reloj y parte trasera del buzón. El segundo de uso exclusivo para la familia y los empleados. En éste estaba  la escalera de  madera muy ancha y  de dos tramos y descanso que llevaba  al piso superior, ocupado  por  la Sección Telégrafo, con servicio nocturno para recepción, completando así las veinticuatro horas. ¡Cuántas veces las subió y bajó mi padre para llamadas urgentes, sólo atendidas por él! Dos puertas laterales. La derecha para la familia, la izquierda para empleados. Una tercera comunicaba con los dos patios; tenía un espesor  de quince centímetros, más o menos y daba a la galería de la familia. Era de madera muy pesada y de noche, se la aseguraba  con una tranca  sobre dos soportes de hierro. De día permanecía abierta  para libre  uso de los empleados. Los patios eran dos, uno de mosaicos y otro de tierra. En el primero la casa de familia  con galería  y techado el resto por una   glicina, que lucía el lila de sus flores  a la luz del  día  y con luz eléctrica de noche, aromándolo todo. Como era amplio, mi padre hizo colocar   una hamaca  con columnas de hierro  y cadena, de  las cuales pendía  el asiento de madera, y fue mi juguete preferido. En ese patio, con macetones de helechos, jugó mi niñez .Alejado de mi hamaca estaba  el gran pozo de brocal, roldana y balde, con una tapa de grueso tejido enmarcado. De él llevaban a diario, para el Hotel Universal, agua  para beber y para la cocina por ser potable, porque la del hotel era salada. Como las casas lindaban, facilitaba el ir y venir de los empleados. Eso sí, la pequeña  pérdida de agua al caminar, marcaba el recorrido de los zaguanes, ¡no sé cómo eso pudo ser posible hasta la instalación del agua  corriente!. Una balaustrada con reja y tupida de madreselva, lo separaba del de tierra en el que se hallaba el pluviómetro en un poste de altura conveniente, que proporcionaba, los datos de la lluvia caída, que luego trasmitían por telégrafo. ¡Ah! ... olvidaba el ceibo rojo muy frondoso, patrón del patio, la pila de postes de quebracho escalonada contra el tapial, para la reposición  en las líneas telegráficas, donde a la hora de la siesta, con la tibieza del sol, me sentaba a estudiar y la soga de la ropa que lo cruzaba por ser extensa. Al final sanitarios para empleados.

Desde ese patio veía la parte trasera del Hotel Universal, que junto a mi casa estaba. Era un edificio de dos plantas que por su tamaño y altura, sobrepasaba a los dos, que con él lindaban. El frente del piso superior, con ventanas con balcones, era el detalle que lo destacaba y correspondían a las piezas de los pensionistas. La puerta de entrada en el piso bajo, daba  al salón bar y confitería, teniendo a su derecha la pequeña vidriera en la parte trasera, donde Julio el confitero, exponía sus exquisiteces. A continuación el comedor con ventanas a la calle, iguales a las del resto del edificio, con persianas. El nombre con grandes letras caladas en la cornisa lo completaba. Por la puerta, con escalón de mármol, entré siempre sin pedir permiso, y aunque no era una escuela, para mí fue mi segundo hogar y saludando a la Señora Catalina “que lo era todo ahí”, seguía hasta encontrarme con sus tres hijas, siendo la mayor de mi edad. Iba por la tarde, pero como no podíamos quedarnos en el salón, si el tiempo lo permitía jugábamos en la Plaza,  sino en la casa sobraban lugares como el patio de mosaicos donde un añeja morera lo cubría en gran parte. Esto hizo que Catalina dispusiera de una habitación para la cría de gusanos de seda, de los que ella se ocupaba. Nunca hice preguntas al respecto sólo me interesaban los gusanitos, que mis amigas me daban todos los años, a escondidas de su mamá. Fui muy feliz con ellas, con mis amigas  que eran como hermanas. También jugábamos en el salón de los roperos  para la ropa blanca y de los mosquiteros que en invierno se quitaban. Con ellos nos vestíamos de novia, poniendo el tul en la cabeza, que tocaba el piso. Nunca nos descubrieron, porque al dejar de jugar, todo volvía a su lugar pero, el preferido era el galpón de muebles en desuso, donde improvisando escenarios  nos sentíamos artistas. De todo ese pasado, sólo queda el edificio, que tal vez con el tiempo  transcurrido, haya en él nuevos recuerdos...

Salgo a la vereda y siguiendo por ella me detengo un instante ante la vidriera que siempre me atrajo, continuando hasta la casa de la Señorita Marta como yo la llamaba. Esta casa que aún se mantiene en pie, guarda celosamente en sus rincones, su recuerdo  y el de mi muñeca. El cariñoso recuerdo de la Srta. Marfta Reün anidó en mi memoria, más o menos dentro de los seis o siete años de edad. Su casa estaba sobre la misma vereda que la mía, pero separada por el Hotel, en la calle Jorge Newbery (hoy Schnack), entre Balcarce y Lavalle, veintiuno, era mi numeración. El de su casa  no lo sé porque nunca lo miré. Vivía sola, más que sola, en completa soledad. No alternaba con nadie ni se veía  en la calle. A pesar de mi corta edad (quizás enviada por mis padres), solía visitarla por la tarde, en breve visita, lo que hizo que  naciera entre ambas una amistad que perduró. La quise  mucho. Era mayor (cincuenta años) se notaba. De estatura mediana y fina silueta, tez blanca, facciones delicadas y cabellos entrecanos  recogidos hacia  arriba. Pausado era su hablar, cariñosa y risueña. Esto hizo que me allegara a ella, a pesar  de la diferencia de edades y que me agradara visitarla. La puerta mayor de la hermosa casa,  permanecía  siempre cerrada, pero  la puertita falsa que daba al jardín, permitía mi entrada sin llamar, donde un fox terrier bochinchero y saltarín, me acompañaba hasta la puerta del vestíbulo, al que entraba  sin  anunciarme. Marta allí  siempre estaba (la cocina daba a él) y algunas tardes a su pedido, la acompañaba a la hora del té.

Pero un día, fue distinto. No lo sirvió en el vestíbulo, sino en la  sala alfombrada que ocupaba la  habitación del frente. Allí los sofás,  tapizados en terciopelo, gran araña de cristal, cuadros y almohadones pintados por ella, sobre sedosas telas, estatuillas y otros adornos llamaban mi atención. No recuerdo haber visto un piano. Descripto el lugar tan especial donde tomaríamos el té, resta imaginar, el irrepetible momento. La pequeña mesa con paquete mantel, juego de té completo, y golosinas por ella preparadas nos esperaban. La reina de la mesa, La tetera, cubierta con una especie de capota de seda blanca,  acolchada, lucía orgullosa. Para mí  era   algo desconocido, pero supe después que el cubretetera, tenía como misión, mantener caliente su contenido. No vi bibliotecas ni libros. No conocí todas las habitaciones; pero sin duda, los habría.... Jamás tropecé durante  mis visitas, casi diarias, con persona alguna, (mayores o menores) de servicio, mensajeros o repartidores. Siempre al retirarme, no olvidaba recordarme, que cerrara bien la puertita, para que  su perro no se escapara. Pero, como todo llega a su fin, un día, (no tengo fecha), me enteré y todos se enteraron que la Srta. Reün había muerto. De qué?, no hubo comentarios previos a su fallecimiento por enfermedad alguna, que yo recuerde. Sólo sé, con seguridad que no fue velada  según nuestra costumbre, por eso nadie pudo verla, ni mis padres, que al asistir al velatorio los familiares le informaron a maneras de  disculpa que no practicaban esa ceremonia  y que ella quedaría sola. El caso es, que sola quedó en el gran zaguán de su casona  que era muy largo y ancho. ¡Si habré pasado por él en su compañía! La sentí y la extrañé, pero me dejó el más hermoso recuerdo, que en forma de anécdota figura al final. Después de un tiempo, la casa reformada en su interior, fue ocupada por la primera  clínica privada, cuyo director fue el señor José Copello, que no era médico.

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