Estación de Cañada en los primeros años del Siglo XX |
Continuando con al historia de Santiago Trujillo, hoy repasaremos como era 1911 en la Cañada de entonces...
Corría
el año once, ya en otro lugar,
para
mi desconocido y distinto,
lleno
de misterio y cosas raras.
Había
dejado en la adorada y santa
casita,
todo el cariño nacido
al
pie de los primeros raciocinios,
convertido
en dulce ilusión de niño
y en
eterna delicia acariciada.
Dejé
mis amiguitos de primero
infantil,
a mi gran maestro Malori,
al
triste cementerio de pollitos
que
con Noemí no sé qué día formamos;
dejé
los barriletes que “Cinquito”
me
obsequió con fiel devoción hermana;
dejé
los duraznos y golosinas
que
las familias Gartat y Quiroga
mil
y una vez allí me regalaron;
dejé
para nunca más saborearlas
las
“yapas” que me dieron de Baudino;
dejé
el rodar de los coches con flores
que
en carnaval los Alegro adornaron,
y el
“tranvía” que a “Las Rositas” llevaba
a la
gente cantando en romerías;
dejé
el amor prodigado por ellos,
ternura
que entonces así se daba
a
todas las creaturas de mi edad,
¡todo
y mucho más quedó para siempre
en
aquel sentido barrio querido!
Al
finalizar el primer decenio
del
presente siglo, ya algunas calles
eran
iluminadas por faroles
a
gas de carburo, elegantemente
pintados
de color gris bien plateado;
con
este cambio también llegó
el
servicio de riego a carro y mula.
Estas
novedades trajo a los chicos
la
oportunidad de jugar de noche
bajo
la luz blanca del “sol divino”,
no
siendo menos grato el remojón
que
a su paso el regador nos pegó.
¿Quiénes
no recuerdan cuando en verano
Se
posaban las mariposas ávidas
del
frescor de la tierra humedecida,
instante
después que el riego se hacía,
y de
las centenares que a beber
llegaban
el limpio liquido caído
que
en la toma de la comuna había?
¡Oh!
Los pocos carruajes y peatones
que
por las calles jóvenes pasaban,
nunca
lograban ahuyentar la alfombra
naranja
que bajo el sol del estío
loca
de gozo allí revoloteaba.
El
progreso apuntala en nuestro pueblo
el
segundo mojón de gran valor
después
que el ferrocarril abrió en dos
la
extensa y verde Cañada de don Gómez.
La
electricidad corre por las redes,
Lleva
a los hogares su maravilla
y
suplanta al regio farol plateado
que
como blanco sol ayer tuvimos,
por
la nueva armadura negra y blanca
que
con dos carbones iluminaba
casi
de punta a punta esta Cañada.
Apenas
amanecía el nuevo día
El
obrero de la usina efectuaba
el
cambio de los carbones gastados
a
todas las lámparas que pendían
de
un cable que a dos columnas ligado
en
las mayores esquinas cruzaba.
¡Cuántas
noches vimos semi encendido
el
foco de la cuadra por estar
en
desperfecto el negruzco elemento,
y
qué grande parecía la armadura
cuando
el electricista la bajaba
por
medio de la roldana que ayer
relevó
a la escalera recordada.
En
el nuevo barrio, todo era extraño
para
mi curiosidad infantil,
y el
aspecto del escenario, cambia
mi
modo de ser, dando sentimientos
que
se forjan en un ambiente rudo,
de
pobre fisonomía arquitectónica.
Calle
Belgrano, desde los galpones
Cerealistas
hasta su fin al norte,
era
de huellas profundas que dejó
el
carretón tirado por tristones
bueyes,
que arrastrando inmensas riquezas
trajeron
en aquellos días virtuosos
todo
el esfuerzo de un pueblo de gauchos
que
en los campos las espigas doraron;
El
riego hasta esos lares no llegaba
Y
durante el día y la noche, una nube
de
tierra constantemente flotaba
dejando
las ropas y los hogares
en
un estado más que lamentable.
En
la zona donde estuvo enclavada
mi
segunda casa – según recuerdos
míos-
habitaban en su mayoría
empleados
ferroviarios del galpón
de
máquina, señaleros, cambistas
y
otros, que ya en aquel tiempo formaban
la
legión que tantos desvelos tuvo
para
que nuestro pueblo adelantara.
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