LA CAÑADA DE LOS GÓMEZ. 1866-1868

Locomotora Cordova, la misma que pasó por la Estación Cañada de Gómez el 1º de agosto de 1866



La ciudad de Cañada de Gómez, como la mayoría de este largo camino que une las barrosas aguas del Paraná con el viento seco de las Sierras Cordobesas, tiene su origen en la habilitación de una estación ferroviaria. Aquella jornada del 1º de mayo de 1866 el sonido de las máquinas rompieron el silencio de las pampas húmedas naciendo así lo que en muy poco tiempo sería una de las ciudades más importantes de la región.  Aunque para llegar a esa fecha inicial, en la cuál hoy el mundo entera celebra el Día del Trabajador, debo retroceder un poco más en el tiempo y viajar hasta la ciudad de Paraná, cuando en la entonces Confederación Argentina que presidía Justo José de Urquiza, el 5 de septiembre de 1854 el ingeniero norteamericano Allan Campbell es contratado para estudiar la posibilidad de un tendido ferroviario entre Córdoba y algún puerto sobre el río Paraná. El 3 de noviembre de 1855 se presenta ante el presidente Urquiza el trabajo final titulado Informe sobre un Ferro-Carril entre Córdoba i el río Paraná, que incluía además de los estudios escritos por Campbell, mapas, planos y presupuestos y destacaba a la ciudad de Rosario como cabecera ideal para el trazado.


Mientras tanto el mandatario argentino envió al financista José Buschental hacia Europa a gestionar la construcción del ramal, entre ellos aclararles a quiénes querían el negocio que nuestro país entregaría a los contratistas una gran extensión de tierras, consistentes en veinte cuadras de fondo a cada lado del camino más los terrenos necesarios para el camino, muelles, estaciones y apeaderos entregados libres de todo gravamen y a perpetuidad. El enviado argentino a Europa, estamos hablando de Buschental, era un «francés venido al mundo en Estrasburgo en 1802, de familia luterana y con una gota de sangre judía. Muy joven, corrió la aventura entonces en boga y se vino a América (...) Se le describe como un hombre culto, distinguido, de fácil palabra en varios idiomas, dandy impenitente que el 19 de agosto de 1830 desposó a una aristócrata, la segunda, hija del Barón Sorocaba, la veinteañera bellísima y elegante por demás, María de la Gloria de Castro Delfim Pereyra. La dote, fue una fortuna y el francés, experto en finanzas emprendió negocios de alto riesgo a los que sobrevinieron quiebras resonantes.»[1] Este buen hombre, vivió un largo tiempo en Uruguay donde al cruzarse en algunos viajes hacia Entre Ríos entabló una amistad con don Justo José de Urquiza. Una ley dictada el 30 de junio de 1855 autorizó al caudillo entrerriano la construcción de la obra y consintió que el Estado fuera accionista de la empresa. Dos años más tarde, en octubre de 1857, el vicepresidente, a cargo del Poder Ejecutivo, Salvador María del Carril suma a Guillermo Wheelwright para que acompañe a Buschental en la búsqueda de contratistas. Sin lugar a dudas, la llegada de este último tuvo el impulso necesario para la concreción del proyecto, este hombre había nacido en Estados Unidos el 18 de marzo de 1798 y fue un capitán de navío caído en desgracia económica en Buenos Aires donde gracias a la ayuda de caballeros ingleses juega un rol fundamental en el desarrollo del barco a vapor y los ferrocarriles en Chile, Argentina y otras partes de Sudamérica.

Después de muchas idas y vueltas, de guerras, de batallas internas entre dos facciones de la Argentina, con el triunfo del centralismo porteño después de la Batalla de Pavón en 1861, dicho proyecto queda truncado por la difícil situación económica reinante. La Guerra de la Triple Alianza, citada en el anterior capítulo, complicó las finanzas y por ende el financiamiento de la obra. Finalmente, después de asumido Mitre en 1862, se decide la Construcción del ramal que uniera Rosario con Córdoba. Ahora bien, como es posible que dos figuras tan antagónicas de la historia argentina como lo fueron Urquiza y Mitre, tuvieran en cuenta la grandeza y la importancia de este proyecto. Bien lo expresaba Juan Bautista Alberdi, cuando en 1852 publicara las Bases que fueron inspiración de nuestra Constitución manifestando  la importancia del Ferrocarril al expresar que «el ferrocarril innova, reforma y cambia las cosas más difíciles, sin decretos ni asonadas. Él hará la unidad de la República Argentina mejor que todos los congresos. Sin el ferrocarril no tendréis unidad política en países donde la distancia hace imposible la acción del poder central.»[2] Y así llegamos al 5 de septiembre de 1862, donde el flamante Congreso Nacional, aprueba una ley que permite celebrar el contrato de construcción del ferrocarril. Sorprendentemente, la valoración es ahora el doble de la proyectada por Campbell. Esa norma garantizaba a la empresa un interés del 7% sobre el costo estimado para la construcción, pero no le ofrecía las tierras que ofrecía el decreto de la antigua Confederación. Finalmente el 14 de enero de 1863 Guillermo Wheelwright llega a nuestro país donde se entrevista con el Ministro del Interior, Dr. Guillermo Rawson, y le manifiesta su indignación porque la ley del 5 de septiembre no concede a los constructores las tierras marginales de la línea ferroviaria, tal como ofrecía la antigua ley de la Confederación. Fue así que dos meses más tarde se le conceden todas las pretensiones de la Compañía Central Argentina y firman con el gobierno nacional el contrato que es aprobado en mayo de 1863 por el Congreso Nacional. Resumiendo a la empresa inglesa, a cambio de la construcción de la línea Rosario Córdoba,  se le concedió una legua de terreno a cada lado de la línea y en toda su extensión, libre de todo gasto y gravamen; un capital garantizado de 6.400 libras por milla; se fijan como gastos de explotación el 45% de los ingresos computados; se exime al contratista de la garantía o caución a que estaba obligado por ley; se fija un límite del 15% de beneficio neto, antes de que el Gobierno pueda intervenir en las tarifas y la empresa queda liberada de toda carga fiscal. Esto trajo aparejado una fuerte oposición a quiénes se resistían a regalar, o expropiarse sus tierras, las leguas llegaron a valuarse como en el casa de Cañada de Gómez unos cuatro mil pesos. Después de muchas idas y vueltas, un 25 de abril de 1863 comenzó la obra, un proyecto soñó Urquiza, construyó Mitre e inauguró Sarmiento, tres presidentes para un solo camino.

Bien dijimos al principio de este apartado, el 1º de julio de 1866 con el paso de la locomotora Cordova queda habilitada la Estación Cañada de Gómez. El 1ª de agosto del año siguiente arriba a la misma la familia de Pedro Reün, nuestro primer jefe de estación, junto a él vinieron su hermano Augusto Schnack, Enriqueta Hansen quién era la esposa de Reün y sus hijos Magdalena y Jorge. Otra de las personas que acompañaron al marino alemán fue Ana María Margarita Hansen quién posteriormente en nuestra localidad se casara con Augusto y en su relato Quien realiza un viaje tiene algo que narrar, primer documento histórico escrito de nuestra Cañada, la misma expresa

«Quien atraviesa actualmente la estación o la ciudad de Cañada de Gómez, difícilmente podrá creer que en el año 1867 no existía galpón, taller o edificio alguno. La edificación que hacía las veces de estación se componía de dos piezas y una pequeña cocina. La casa misma era de construcción sólida y fuerte, y según tengo entendido, las dos piezas existentes han sido anexadas al edificio actual y aun hoy se usa como boletería, despacho, etc. En la época de nuestra llegada componía la estación a más de lo mencionado un pequeño galpón ubicado al otro lado de las vías y un pozo a balde y un corral. Del lado oeste de la casa crecía un  raquítico paraíso y pasto verde hasta donde la vista se perdía. Eran nuestros vecinos, más cercanos los que habitaban donde ahora está el cementerio en un rancherito circundado por una pared de adobe en defensa de los malones de indios que en estas épocas solían producirse y de la hacienda chúcaras que había en  los alrededores. Estos vecinos eran argentinos serviciales y muy decentes. Además otra clase de animales merodeaba a veces de noche, así por ejemplo: nuestra perra atada a la cadena mató una vez a un zorro. Del lado opuesto nuestros vecinos más próximos eran la familia Heiland que justamente con los jornaleros meekleburgueses seguía trabajando en la estancia “Schönberg” que estaba situada entre la estación de Cañada de Gómez y Correa. El señor Heiland con su hijo mayor Guillermo y el señor Meier ya habían comenzado con autoridad a establecer la estancia y habían elegido ese lugar (...) Cañada de Gómez era la estación que más cómoda quedaba a los estancieros del Norte y del Sur para viajar a Rosario y muchas veces veíamos llegar poco antes de la llegada del tren de Córdoba, a galope tendido, varias cabalgatas de los señores de la estancias de los ingleses, que, tras rápida merienda (queso, pan, sardinas y café) seguían viaje en tren y quedaban en la estación los peones y los caballos, los primeros para cuidar a éstos. En el sur había grandes estancias cuyos propietarios eran argentinos de viejo arraigo y linaje y en el Norte también una que otra estancia grande de alemanes, que ocasionalmente nos frecuentaba cuando viajaban en tren.

Así paso el invierno y llego el verano del año 1867-1868. Fue nuestro primer verano aquí, pero muy penoso. Con la llegada de los grandes calores se presentó el cólera en todo el país y en forma alarmante causando incontables víctimas; en aquel entonces era casi impotente la lucha contra esta enfermedad. Fallecieron siete de nuestros vecinos más próximos en los ranchos, mientras que en la estancia “Schönberg” cayeron victima trece  de las personas que habían viajado con nosotros en el “Antílope”. Nosotros quedamos a salvo de esta enfermedad como por milagro, pero éramos muy cuidadosos en todo sentido. Ya mucho antes la familia Heiland había abandonado el lugar, trasladándose a Villa María, donde el viejo señor Heiland hacía las veces de sereno en el ferrocarril, y los señores Guillermo Heiland y el señor Meier otros trabajos. La enfermedad había hecho allí también muchos estragos y nuestros amigos no se liberaron de ella, más con la ayuda de Dios sanaron y se reestablecieron bien (...) Como dije al principio, nuestros vecinos eran muy atentos, serviciales y mi cuñado había logrado con su modo serio de actuar, no solamente la confianza de los pobladores más cercanos, sino la de los estancieros de los alrededores, de manera que le permitieron sacrificar de toda la hacienda chúcara que abundaba en las estancias sureñas todo lo que necesitaba para el consumo (...) Cuando la Compañía de Tierras presento los planos para la futura ciudad mi cuñado fue el primero que adquirió dos sitios, uno para sí y otro para su hermanastro, y según recuerdo costaban 50 pesos cada uno. Ahora comenzó una vida activa, porque mi cuñado quería construir su casa en la tierra adquirida, más como primeramente había que fabricar los ladrillos correspondientes, se instaló un horno de ladrillos enfrente del lugar que hoy ocupa la Plaza San Martín y cuando los ladrillos estuvieron listos, comenzó la edificación (...) El tiempo que siguió a este triste desenlace fue muy penoso. No podíamos ni debíamos mantener al recién fallecido en casa, porque muchas personas frecuentaban diariamente la misma y por doloroso que fuera, tuvimos que llevarlo inmediatamente al pequeño galpón de enfrente de las vías, donde quedo hasta que a la mañana siguiente trajeron el ataúd desde Rosario. El señor Meier fue el único que acompaño los restos dándole sepultura en el cementerio alemán de allí, mi pobre hermana quedo completamente abatida y tuvimos que prepararle una cama en la cocina. El último suspiro lo habrá oído únicamente su hermanastro quien con tantas emociones sufridas, también casi enfermo, pero el deber de suplir a su hermano fallecido hasta tanto llegara un reemplazante lo mantuvo alerta. Mi hermana se trasladó con sus hijos a la chacra Heiland, quienes ya vivían hacía un tiempo allí y nos asistieron en tan duro trance como fieles amigos. Así no podía evitarse que Augusto Schnack y yo quedáramos en la estación, haciéndonos compañía durante un tiempo el viejo señor Heiland.»[3]

Doña Margarita nos habla que cercano al cementerio actual, había un grupo de argentinos viviendo en la zona. Bien puede ser que no sea exactamente en ese lugar sino más hacia el oeste, donde actualmente se encuentra la Presa del Arroyo Papa Francisco y que fuera el Pueblo Argentino o Cañada Vieja fundada por la familia Peralta en 1863. En él según expresan algunos autores eran propietarios de terrenos Cirilo Peralta, Pilar Peralta, Micaela Correa, Luis Acuña, Ángel Acuña, Lorenzo Acuña, Francisco Rodríguez, Nicolás Acuña y Mariano Rodríguez. Hacia 1868 a pedido de Peralta, la Compañía de Tierras proyectó la formación en dicho paraje de un pueblo pero al no tener comunicación directa con la vía férrea y la proximidad con Cañada de Gómez el proyecto fracasó y según Bértola este sitio «constituye el primer núcleo de pobladores en el Desmochado Abajo dentro del territorio de la actual comuna y los primeros pobladores de la Colonia Cañada de Gómez(…) La Cañada Vieja o Pueblo Argentino, ha sido baluarte contra algunos indios dispersos que todavía merodeaban por esos campos. Más tarde tuvo su renombre cuando la propiedad pasó a ser la Estancia de Cirilo Peralta (hijo de Lorenzo)»[4] Ahora bien, todas estas fuentes encuentran una contradicción en una publicación de Arthur Edmund Shaw, cuando recorrió estas zonas en los tiempos de la construcción ferroviaria y en el dice que «en todo el valle de la Cañada había solamente dos ranchos y otros cuatro entre Cañada de Gómez y Fraile Muerto»[5]

Así cerramos la parte de nuestra historia que indican la llegada del ferrocarril y los primeros habitantes, tema que volveremos a retomar en el próximo capítulo.


[1] web.archive.org/web/20090810021927/http://www.pasomolino.com.uy/calles/buen_retiro.htm
[2] Juan Bautista Alberdi, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina
[3] Quién realiza un viaje tiene algo para narrar. Margarita Hansen de Schnack.
[4] Elías Bertola. Apuntes históricos de Cañada de Gómez. 1923. Reedición año 2013
[5] Forty Years in the Argentine Republic. Arthur Edmund Shaw.

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