Designado titular de la Administración General de Aduanas
hacia el final de la dictadura, el “Águila” pensó que podía hacer negocios
personales con el Estado a espaldas de sus jefes. Fue preso y… lo que pasó con
él es un misterio. Su familia, agradecida.
Por Ricardo Ragendorfer.
Por instantes, al tono algo
afectado de Magdalena Ruiz Guiñazú se le cruzaba alguna interferencia. Ella
sonaba excitada, muy a la expectativa. No así José Ignacio López, que
intercalaba bocadillos con una sobriedad monocorde. De pronto hubo otra voz, la
del joven Eduardo Aliverti, que dijo: “La tendencia es irreversible”. Así
confirmó la victoria electoral de Raúl Alfonsín. Era casi la medianoche del
domingo 30 de octubre de 1983. El tipo entonces apagó la Spika a transistores
con un dejo de ofuscación. Él hubiera votado a Manrique. Pero por razones
ajenas a su voluntad no le fue posible acudir al cuarto oscuro. “¡Prendé la
radio, ortiba!”, le gritó su vecino de celda. Ocurre que a Mauricio Eduardo
Braun Bidau el retorno a la democracia lo encontró en la cárcel de Caseros.
EL ÁGUILA DE LOS NEGOCIOS
Es posible que el actual jefe de Gabinete, Marcos Peña
Braun, y el secretario del Ministerio de Hacienda, Miguel Braun, apenas
recuerden al tío Mauricio Eduardo. De hecho, aquel individuo fue el integrante
más oscuro de la estirpe familiar. Y protagonista de un episodio maldito que
enlaza el fin de la última dictadura con el inicio del Estado de derecho. Tanto
es así que toda referencia sobre su persona ha sido tachada hasta de la
genealogía familiar.
El punto de partida de la trama que lo marcó para siempre se
ubica en la mañana del 2 de febrero de 1983. Había que ver a ese sujeto de
cabello platinado y gesto adusto al estirar el brazo derecho sobre una enorme
Biblia. Frente a él, en silencio, permanecía el ministro de Economía, Jorge
Wehbe, sobre quien el mandatario residual del “Proceso”, Reinaldo Benito
Bignone, tenía depositada su confianza. A los 47 años, el señor Braun Bidau
asumía la jefatura de la Administración General de Aduanas. Su salón de actos
se encontraba colmado por funcionarios, periodistas, empresarios, amigos y
familiares; entre estos, su esposa, Luz de Santa Coloma Alvear, y los cuatro
pequeños hijos del matrimonio. Después de la ceremonia, Mauricio Eduardo fue
con ellos a su hogar, en el undécimo piso del edificio situado en la Avenida
del Libertador 3890, y de allí partió raudamente hacia el aeropuerto Newbery
para abordar un vuelo hacia Ushuaia.
Antes de iniciar su gestión debía atender allí un asunto:
monitorear el arribo del barco pesquero Dalto Marú II, adquirido por su
empresa, Oceanfish SA, dedicada a la manufactura, transporte y exportación de
productos marinos.
Braun Bidau presumía ser un águila para los negocios. Y en
esa ocasión había acordado fundar dicha compañía con la empresa japonesa
Kabushiky Kaicha. También se comprometió a comprar el barco a una firma
subsidiaria por 290 mil dólares. Y para realizar su importación dibujó para los
nipones un precio de flete por una cifra idéntica. Lo que se dice, una jugada
perfecta.Braun Bidau regresó de Ushuaia en el primer vuelo del 3 de febrero. Su
ánimo era exultante. Bajo el brazo llevaba un ejemplar del diario Claríncuyo
título de tapa era: “Formuló sus exigencias la Multipartidaria”, en referencia
al documento que solicitaba la entrega del poder no más allá del 12 de octubre.
El asunto lo tenía sin cuidado.
A la mañana siguiente, el flamante administrador general de
Aduanas se instaló en sus oficinas del viejo edificio de la calle Azopardo 350.
Durante casi medio año, Braun Bidau alternó con absoluta
tranquilidad los negocios personales con las funciones propias del cargo; entre
otras, hacer “caja” para las autoridades del país y facilitar sus trapisondas
individuales. De modo que, por añadidura, aquel sujeto de cuna patricia y
dicción rebuscada era depositario de información por demás sensible que
guardaba bajo siete llaves. Una gran responsabilidad. Hasta que, de pronto,
algo pasó.
El 19 de agosto, luego de una tensa reunión con el entonces
titular de la Armada, almirante Rubén Franco, y el secretario de la Fuerza
Aérea, brigadier Alberto Simari, ofreció una intempestiva conferencia de prensa
para denunciar “presiones de sectores interesados”. También dijo: “Al asumir me
prometieron intenso apoyo, pero ese apoyo fue escaso”. ¿Qué estaba ocurriendo?
Resulta que, a raíz de una denuncia anónima, el juez del
fuero Penal y Económico, Miguel Serrabayrouse Bargalló, lo investigaba por el
contrabando de 15 toneladas de calamares. La cuestión causó contrariedad en los
militares, ya que se trataba de un acto ilícito en su propio beneficio y no
para “la corona”. Algo imperdonable.
Lo cierto es que la mise-en-scène de la conferencia de
prensa no mitigó el carácter embarazoso de su situación.El 6 de septiembre, ya
procesado con prisión preventiva, fue trasladado sin escalas desde su despacho
en la Aduana a una oscura celda del penal de Caseros. Fue un auténtico bochorno
para su familia.
Aquella misma tarde el Partido Justicialista presentaba la
fórmula Lúder-Bittel, que enfrentaría a Alfonsín. Mauricio Eduardo, en tanto,
seguía en Caseros. Y con un rictus amargo les confiaba a sus pocas visitas: “Me
soltaron la mano”.
EL AUSENTE ETERNO
Con el transcurso de los meses, su amargura habría mutado en
una depresión aguda. Así de alicaído vivió el traspaso de la dictadura a la
democracia. Y el 10 diciembre, cuando Alfonsín, ya con los atributos
presidenciales, le hablaba a la multitud desde el balcón del Cabildo, él
permanecía inmóvil y con los párpados crispados sobre el camastro de su celda.
Recién en agosto de 1984 alegó por vía judicial su trastorno psíquico. Y,
sorprendentemente, la jueza Susana Pellet Lastra (en reemplazo del doctor
Serrabayrouse Bargalló) ordenó su internación en la Clínica Psiquiátrica Santa
Rosa, del barrio de Belgrano, una de las más lujosas del rubro. Los
acontecimientos se precipitaron a fines de aquel año, cuando la Cámara de
Apelaciones resolvió el regreso del ex funcionario a Caseros. La jueza Pellet
Lastra demoró la ejecución de la medida. Finalmente, los policías enviados a la
clínica para efectivizarla volvieron con las manos vacías: Braun Bidau ya había
puesto los pies en polvorosa.
Desde ese instante nunca más se supo de él. Ni cuando
prescribió su delito. El tipo se había ausentado para siempre.
Es muy posible que en tal enigma haya incidido de modo
determinante el peligroso nerviosismo de los antiguos mandos militares por los
secretos que atesoraba el prófugo. Y también, el empeño de sus parientes en
borrar todo vestigio del paso de aquel hombre por la vida. Como si nunca
hubiera existido.
Sin embargo, su figura evanescente aún sobrevuela la memoria
de los Braun como un espectro apenas disimulado.
Eso bien lo saben Marcos Peña y su primo Miguel.
Fuente: Caras y Caretas
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